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domingo, 17 de mayo de 2020

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS, de HORACIO QUIROGA (texto)

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

de HORACIO QUIROGA

(texto)



   




   Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
   Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
   Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
   La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
   En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
   No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aun quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.
   Fue ése el último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y descanso absolutos.
   -No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.
   Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
   Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
   -¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
   Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
   -¡Soy yo, Alicia, soy yo!
   Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano del marido, acariciándola por media hora, temblando. 
   Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos.
   Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor, mientras ellos pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
   -Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... Poco hay que hacer.
   -¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
   Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.
   Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.
   Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
   -¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
   Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
   -Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
   -Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
   La sirvienta lo levantó pero en seguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
   -¿Qué hay? -murmuró con voz ronca.
   -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
   Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
   Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
   Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
   

Primera publicación: Revista Caras y Caretas, 1907
Primera edición en libro: Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917










sábado, 9 de mayo de 2020

Quiroga y su Decálogo del Perfecto Cuentista

   QUIROGA Y SU DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA



   Horacio Quiroga, escritor nacido en Salto, Uruguay, en 1878, ostenta en la década del 20 la suficiente madurez literaria como para reflexionar acerca de la esencia de la escritura, y en particular sobre el género en el cual demostró su maestría: el cuento. A propósito de esto, escribió alrededor de treinta artículos teóricos donde muestra que tiene su propia concepción sobre el mismo, más allá de la influencia de otros escritores sobre su visión literaria y su obra.
   Entre tantos ensayos y publicaciones, destaca su Decálogo del Perfecto Cuentista, publicado por primera vez en la revista bonaerense Babel, en el año 1927.
   ¿Por qué "decálogo"? Un decálogo es un conjunto de diez reglas que se consideran básicas para alguna actividad. El antecedente de los diez mandamientos en el Antiguo Testamento de la Biblia, nos permite asociar a Quiroga con el rol de Dios, quien acerca a los humanos (escritores noveles) reglas "sagradas" que deben seguir. Quiroga se encuentra en la plenitud de su prestigio literario, y sabiendo que su opinión es leída y escuchada, desea compartir no sólo su visión, sino también su conocimiento y el secreto de su éxito.





DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA


-I-
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
-II-
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes con dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
-III-
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
-IV-
Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
-V-
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
-VI-
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba un viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
-VII-
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
-VIII- 
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. El cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta aunque no lo sea. 
-IX-
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino. 
-X-
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Comentario:
   El Decálogo es un compendio de las ideas teóricas que Quiroga tiene acerca del cuento, pero también es fruto de su oficio como cuentista. Algunos de sus consejos son atemporales, otros se entienden mejor contextualizándolos. 
   Si lo ubicamos literariamente, debemos partir de la base de que Quiroga es un narrador perteneciente a la denominada Generación del 900 de Uruguay. Esta generación de escritores manifestó en sus obras dos tendencias: modernista y realista. En general, los poetas fueron influidos por el Modernismo, y los narradores por el Realismo. Quiroga comenzó escribiendo poesía en clave modernista, pero muy pronto halló su verdadera vocación e incursionó en el género narrativo, donde sus mejores logros están en el relato breve. Es evidente el influjo del Realismo en sus textos, caracterizados por describir ambientes y presentar situaciones propias de una región geográfica y un paisaje determinados, la sencillez en el discurso de la voz narrativa, así como costumbres, vestimentas e inclusive vocabulario de los personajes. Del mismo modo la presentación de las conductas de sus personajes es realista y verosímil. Sin embargo no abandonó del todo el Modernismo, asociado sobre todo al efectismo del horror y la muerte, y los sentimientos refinados y morbosos en algunos de sus textos.
   Esta ubicación nos ayuda a comprender mejor el primer mandamiento de este decálogo, pues son mencionados los autores que Quiroga admiró, y que ejercieron fuerte influencia en su obra. Todos fueron autores notables del siglo XIX (sólo Kipling llegó a vivir también en el siglo XX, falleciendo en 1936), y destacaron por su obra narrativa. En definitiva, Quiroga plantea que ningún novel escritor debe avergonzarse de admirar a otros autores, ni tampoco, incluso, de imitarlos en algún momento de su crecimiento como creador (mandamiento III). Nadie, por más genial que sea, parte de cero, todos somos influidos por alguien anterior. Y si hay que admirar e imitar, al menos que sea a autores geniales. La propia maduración irá gestando la originalidad y el estilo personal. 
   El mandamiento II aconseja la humildad, el no creerse más de lo que se es realmente, diferenciar la confianza en uno mismo de la soberbia, pues la soberbia no permite aprender ni crecer. 
   Hasta el cuarto mandamiento, en que sugiere que no se puede ser un gran escritor sin la pasión de escribir, señalando indirectamente que la escritura debe ser ejercida con pureza, no por motivos ajenos como el éxito económico, la fama personal, etc, sino por el puro amor a la escritura, se trata sobre lo que forma al escritor y sus influencias (la admiración a un maestro, la imitación durante el aprendizaje, el motivo para escribir). 
   Del quinto al octavo, los consejos son más prácticos y tienen que ver con el oficio mismo de escribir el cuento.
   En estos consejos prácticos Quiroga deja en claro que la inspiración puede ser importante, pero no lo es más que el trabajo y la voluntad. No se trata, por ejemplo, como expresa en el mandamiento V, de esperar que venga la inspiración y ya, sino que la técnica del creador también debe apoyarse en lo racional y la planificación, por eso señala que desde el comienzo el autor debe saber hacia dónde se dirige la acción y cómo finalizará la historia. También apunta al concepto de que cada frase de un cuento tiene importancia, en parte por su brevedad, y que el inicio debe escribirse considerando ya el final.
   Los mandamientos VI y VII apuntan con distintas palabras al mismo concepto: escribir un cuento no  pasa por centrarse en los adornos, sino por apuntar a lo esencial. Por tanto, el exceso de retórica y adorno no es una cualidad para Quiroga, sino todo lo contrario. Apunta a un texto que se lea con fluidez y no coarte la agilidad de la lectura, sobrio,  despojado de todo lo que no sea imprescindible, siguiendo el viejo adagio de "menos es más". Eso no significa que no deban usarse recursos (él los empleó en sus cuentos), sino que deben ser los adecuados, los que aporten algo sustancial. Estos dos mandamientos son contrarios al espíritu retórico del Modernismo, y lo apartan de él.
   El mandamiento VIII apunta a la manera de trabajar a los personajes, a la necesidad de la verosimilitud y respeto por el lector. Si bien el autor es el dios de su creación, y la imaginación es amplia y poderosa, la acción y discurso debe ser creíble para el lector, de tal manera que éste se interese por la trama y se entusiasme con los personajes.
   La frase "El cuento es una novela depurada de ripios" merece una mención aparte. Demuestra que Quiroga diferenciaba al cuento de la novela no solamente por su extensión (el cuento es breve, la novela es un relato mucho más extenso), sino también por su esencia narrativa: el cuento debe ser mucho más intenso. La extensión de la novela permite al narrador "distraerse", ir y venir, detenerse en aspectos menos esenciales; la brevedad del cuento, en cambio, requiere concentración de elementos, intensidad, en menos espacio debe expresarse todo lo necesario. El vocablo "ripios" tiene una connotación peyorativa, ya que refiere a algo superfluo que se incluye para rellenar, y no porque aporte sustancia, degradando así la calidad del texto.
   El mandamiento IX expresa un concepto en parte ya aludido en el mandamiento V: el sentimiento y la inspiración (los elementos irracionales) son importantes, pero no bastan por sí solos para crear un gran cuento. Es necesaria también la razón, el trabajo sobre el texto, la planificación. Escribir bajo la emoción experimentada puede nublar la visión del creador. Esa emoción debe estar, pero elaborada, y para ello se requiere el paso del tiempo.
   Finalmente, el mandamiento X revela que el creador debe ser autónomo y escuchar sólo su voz interior, no guiarse por la búsqueda de la aceptación ni del aplauso social, ni basarse en la opinión de otros, aún si son cercanos. 

   Quiroga también escribió un Manual del Perfecto Cuentista, y Los Trucs del Perfecto Cuentista.