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domingo, 1 de agosto de 2021

ANÁLISIS DE LA CASA DE BERNARDA ALBA -PARTE 2

 ANÁLISIS DE LA CASA DE BERNARDA ALBA -parte 2





RESUMEN DE ESTUDIOS CRÍTICOS SOBRE LA OBRA DE FGL

 

García Lorca y la tragedia social
De Ignacio Elizalde
 

   Para Lorca el teatro fue siempre un medio de comunicación, un vehículo de ideas y sentimientos. En febrero de 1935, un periodista le preguntaba cuál de los dos aspectos de su personalidad le parecía dominante, el lírico o el dramático. Y le responde: “Lo dramático, sin duda. A mí me interesa más la gente que habita el paisaje que el paisaje.” Lo que le importa, lo que le obsesiona, es la realidad humana vista, oída, comunicada, más que los estilos o las teorías estéticas.

 

Lorca y su raigambre tradicional:

                                                       En lo que refiere a sus dramas rurales y sociales, García Lorca está enraizado en la tradición dramática española. En el Siglo de Oro español encontramos una serie de autores y de obras de ambiente campesino, llenos de intencionalidad social, con los que Lorca muestra coincidencias.

   Por ejemplo, tanto en “Peribáñez y el comendador de Ocaña” como en “Fuenteovejuna”, Lope de Vega nos muestra a comendadores que abusan de su poder intentando seducir a las mujeres del pueblo, mezclando amor y muerte (en ambos textos los comendadores son asesinados a manos de algún campesino vengador) con el típico tema español del honor. Es también el caso de “El alcalde de Zalamea” de Calderón, etc. Lorca comparte con estos dramaturgos el tema del amor y el honor en un ambiente rural. Y de hecho, sabemos que Lorca estaba muy familiarizado con el teatro del Siglo de Oro por sus actividades en La Barraca. Pero es con Jacinto Benavente, dramaturgo de la generación anterior a Lorca (la llamada Generación del 98) con el que muestra más semejanza.

   Lorca conserva muchos elementos de la tradición española, pero al mismo tiempo es un autor moderno. El concepto de la honra, el orgullo de la herencia limpia, la reputación sin mancha, están presentes en el fondo de esas vidas desgarradas de amor, de pasión y de venganza. Pero también enriquece esta tradición con elementos europeos. Dentro del drama rural español añade la dimensión trágica en el sentido típico del siglo XX: la lucha entre la necesidad y la libertad, entre lo deseado y lo posible, entre el impulso sexual del cuerpo y del alma. Que es desde otro punto de vista la lucha entre las necesidades de la sociedad y las del individuo. En los dramas del Siglo de Oro, el orden social se identifica con la justicia –el rey señala como justa la muerte del comendador, que era el agresor del orden social- , mientras que en Lorca es el protagonista de la tragedia quien, como individuo, no puede aceptar los dictados del orden social.

   Nadie duda del realismo de García Lorca. Pero no encontramos en él un realismo fotográfico, sino un realismo lírico, donde se trabajan caracteres verosímiles que son producto de su medio social, pero mediante un lenguaje poético que es propio del autor, no de los personajes.

   Las tragedias rurales de Lorca están construidas en torno a un carácter femenino, y el vigor de las pinceladas del dramaturgo se centra en la protagonista. Por ejemplo, Bernarda está presente con todos sus rasgos de carácter, con su voluntad de dominio, mientras que las hijas son representaciones de instintos reprimidos desde fuera. La mujer ocupa en sus tragedias rurales el centro de su problemática, como lo indican varios títulos de sus obras (“Yerma”, “La casa de Bernarda Alba”, “Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores”, “Mariana Pineda”, “La zapatera prodigiosa”). Los hombres aparecen como meros contrapuntos, simples pretextos para desarrollar la pasión femenina. En “La casa de Bernarda Alba”, por ejemplo, no aparece ningún hombre en escena: Pepe el Romano está ausente, pero siempre presente en la sangre de las hijas, como una fuerza masculina.

“La casa de Bernarda Alba”:

                                               Es la obra maestra de Lorca. Quiso darnos el drama de las mujeres de los pueblos de España, como documento fotográfico. Pero no es propiamente un documento, ni un testimonio: es una realidad estilizada que se encarna en la poesía dramática. En cierto modo, representa la visión trágica de España. El drama está escrito poco antes de la guerra civil, y los hechos trágicos que ocurren durante su desenvolvimiento anuncian los que ocurrirán en España.

   La tesis de la obra se reduce a la lucha entre el principio de autoridad y el principio de libertad, encarnado en el instinto sexual. Autoridad que se funda en una moral social negativa. Bernarda hace suya la moral del pueblo, de la que se sirve como instrumento para imponer su instinto de poder, su voluntad de dominio, incluso sobre las leyes de la naturaleza. Su instinto maternal se convierte en antimaternal, destruyendo a sus hijas. Por eso Angustias, la mayor, quiere “salir de este infierno”, casándose; Poncia, la vieja criada, dice que desea cruzar el mar y “huir de esta casa de guerra”. El hermetismo, la estrechez y el duro sistema es tal que Martirio dice que le ha tocado vivir en un rígido convento –compara a la autoridad de su madre con la tiranía de una superiora- y Adela grita: “¡Yo quiero salir!”. Su presencia se hace sentir siempre, aunque no esté en escena. Para el que no aceptaba este rígido sistema no cabía más solución que la locura (María Josefa, madre de Bernarda) o el suicidio (Adela, la hija menor, la rebelde).

   En Bernarda apenas advertimos un rasgo femenino. Madre orgullosa, egoísta, cuya actitud tal vez le vino de un fracaso amoroso, de una humillación social o de la soberbia de clase heredada. Madre sólo en lo externo, no en lo interior, dedica todas sus energías a anular la voluntad de sus hijas y de sus criadas. Quiere aparentar bondad solamente para el público, encarnación de auténtica farisea. Sus sermones son siempre para los demás, sin observar nunca sus propias faltas. Acata el mundo en que vive, pero al mismo tiempo muestra gran voluntad de dominio, y lo ejecuta de dos modos: frente a los de fuera, no dándoles de qué hablar; frente a los de la casa, sojuzgándolos. Tiraniza a sus hijas para que nadie hable de ellas, pero disfruta dominándolas. Su debilidad consiste en su incapacidad para comprender todo lo que no sea la moralidad social del pueblo, pero no sabemos si esta incomprensión es efecto de sus instintos reprimidos o de su ignorancia. Actúa como una asesina de ensueños e ilusiones, que no permite que la juventud dé sus flores, ni que se abra al amor. No reconoce otra realidad que la suya. Pero ella misma es consecuencia y fruto de un ambiente social. Lorca se ensaña en la crítica contra esta mujer, que refleja una mentalidad española.

   Sus hijas son encarnación del instinto sexual. Se diferencian por los accidentes externos de la edad, deformidad (Martirio), aceptación resignada de la realidad (Magdalena), por ser novia de Pepe (Angustias), por la rebeldía (Adela), o temor a los hombres (Amelia). Pretende mantenerlas niñas, incomunicadas y solitarias. Todas reflejan el dominio que sobre ellas ha ejercido Bernarda. Angustias, la mayor, con 39 años, no había sido nunca novia y sus relaciones con Pepe carecen de espontaneidad y pasión. Ante su próximo matrimonio siente más bien satisfacciones de orden social. Magdalena, con 30, se ha decidido a no luchar, a quedarse en su soltería. Amelia, de 26, menosprecia su ser femenino, rechaza las posibilidades de conflicto y teme al hombre. Es la más inocente y bondadosa. Martirio, la contrahecha, con 24, ha sufrido un desengaño amoroso y desconfía de los hombres, al mismo tiempo que le atraen, y quema sus últimas llamas de ilusión. Adela, la menor, encarna poéticamente las ideas de Lorca sobre el amor, que debe realizar contra todos. Amor que es fantasía y realidad, que le empuja a arriesgar su vida, aún con un hombre egoísta, desvergonzado. Desafía a su madre. Adela desea un hombre que, debido a los contratos sociales, no puede alcanzar. Al romper la vara de Bernarda expresa que rompe el sistema social, el principio de autoridad, que se rebela. Cuando cree que su amante ha muerto se suicida, porque le es imposible vivir sin ilusión.

   En cuanto a las criadas, Poncia es la que tiene mayor relieve, con las cualidades prácticas e instintivas de la mujer. Es madre trabajadora, y se sacrificó sirviendo para sostener a sus hijos. En ciertos momentos, las criadas representan el papel del gracioso, esencial en el antiguo teatro español. Revelan los detalles más secretos y ofrecen paréntesis cómicos, pero también ellas experimentan la tiranía de Bernarda. Poncia siente que toda su vida ha estado dominada por su dueña.

   María Josefa, la abuela, es un personaje simbólico. Representa la libertad de expresión, pues como está loca, dice lo que quiere. La tirana, para sofocar esta libertad, ordena: “Encerradla”. En sus frases siempre alude a las circunstancias de la casa y de las hijas de Bernarda. Es, también, la voz del destino. Al final del acto primero, la primera vez que aparece en escena, nos dice cuál será la suerte de las hijas de Bernarda: “Ninguna de vosotras se va a casar. Ninguna.” Quiere escaparse para casarse, porque “No quiero ver a estas mujeres solteras rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón”. También alude a Pepe el Romano: “Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, porque vosotras sois granos de trigo…”

   En la tragedia lorquiana se han eliminado los hombres, pero están presentes en la sangre y en las bocas de estas mujeres. Con frecuencia hablan de ellos, aunque en sentido muy negativo. Martirio dice: “¡Qué les importa la fealdad! A ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer.” Ve la naturaleza masculina como algo fijo, incapaz de cambiar. Magdalena afirma que Pepe el Romano viene a por el dinero de Angustias. Y lo peor es que es cierto. La Poncia cuenta cómo vino al pueblo una prostituta: “Yo misma le di dinero a mi hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan estas cosas.” Adela continúa: “Se les perdona todo.” Y Amelia añade: “Nacer mujer es el mayor castigo.” Confirman el reconocimiento de una doble moral y las reglas cerradas e impuestas por la sociedad. La mujer no crea la moral, pero la vive con más intensidad y fidelidad que el hombre. Bernarda sacrifica a sus hijas a una moral que no ha creado, pero en la que cree y en la que participa como agente y víctima. La moral del pueblo es una moral racionalizada hecha de preceptos negativos. A Bernarda se le critica por su dureza. El coro de las enlutadas dirá pestes contra ella. Pero ninguna de ellas es más blanda. La caridad brilla por su ausencia en toda la obra, el pueblo donde viven es como una silenciosa batalla en la que todos son enemigos de todos. Pero en la obra de Lorca no hay ninguna figura social, como en el caso de Lope (donde el Rey juzga y es figura referente), que juzgue imparcialmente las conductas. Y sin embargo, Adela conoce el castigo que le espera a quien se enfrenta al orden y la moral social, como conocía el código de honor de la mujer deshonrada: limpiar su deshonra o morir.

   Mediante el actuar y decir de las hijas de Bernarda, Lorca plantea la idea del cuerpo (soma) como fuerza poderosa. No se habla de personas, sino de cuerpos. “Yo hago de mi cuerpo lo que me parece”, dice Adela. Para ella carece de sentido el código moral y social, dándole primacía al cuerpo en su jerarquía de valores. Proclama su libertad como derecho a usar su cuerpo como le plazca. Un cuerpo que, en este caso, expresa deseo sexual. La Poncia le recomienda que espere a que Angustias se muera, que respete la tradición, pero Adela no nació para esperar, no puede hacerlo. El caballo aparece como leit motiv representativo del instinto sexual, animal, del cuerpo: el garañón da coces contra el muro, anhelando la hembra. Adela y Pepe, más que amarse, se apetecen y gozan.

   También desde el punto de vista social, se observa en la obra un marcado clasismo. Bernarda mantiene a sus hijas incomunicadas con los hombres porque “No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase.” Cuando Adela se lamenta de que no puede salir al campo libremente como los jóvenes segadores, Magdalena le dice: “Cada clase tiene que hacer lo suyo.” La clase social de Bernarda, la de los propietarios, está preocupada por mostrar superioridad, ambición de clase basada en la riqueza y en la reputación. Este principio convierte a la casa en prisión. La otra clase, la de los asalariados, la de los que sirven o mendigan, “son de otra sustancia”, afirma Bernarda, y no podrán entrar en el juego, pero tienen una ventaja: no pagarán sus pecados con el mismo rigor. La madre de Poncia fue prostituta, y no hubo grandes consecuencias para la hija. Poncia advierte que la declaración amorosa varía según la clase social, comparando a Pepe con su esposo.

   El luto por la muerte de un ser querido sigue los rigores de la tradición. Dice Bernarda a sus hijas: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haced de cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo.” Adela se rebela y declarará: “Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle.” Reconoce que el luto le ha tocado en la peor época de su vida. Hasta hace algunos años el luto se guardaba en los pueblos españoles de una manera inhumana.

   Al final, el instinto sexual de Adela ha triunfado sobre la inflexible construcción de poder y autoridad de Bernarda. La obra termina con una doble derrota. La voluntad de dominio en ese mundo doméstico que fue tan dura se ha roto. Su última orden es una gran mentira: “La hija menor de Bernarda Alba ha muerto virgen.” Por eso caerá también la reputación, el qué dirán, la apariencia que con tanto rigor cuidó Bernarda y que constituía la parte esencial de su moral, pues ni Pepe ni la Poncia se callarán, aunque ella pretenda ignorar la realidad, acostumbrada a hacerlo y a imponer su voluntad. Este final posee la grandeza de la culminación de un drama a la vez individual y social.




  

 El discurso fémino –céntrico en las tragedias de FGL
De Elvira Pirraglia

 

   La perspectiva feminista en las tragedias de Lorca constituye un elemento peculiar de su estética y de su ideología. Lo femenino de sus dramas sirve de trampolín para configurar el ansia de fijar la identidad y buscar la expresión de la mujer, pero también para ofrecernos los metacomentarios lorquianos sobre su propia marginalidad por ser homosexual. Tanto en Bodas de sangre como en La casa de Bernarda Alba o en Yerma, el dramaturgo cuestiona toda la ideología burguesa. Lorca estudia críticamente la vida de un pueblo: el aspecto moral llevado al extremo, la perversión y el abuso sociomoral: desenmascara la hipocresía de los que carecen de valores originales. Una de las constantes en su obra teatral es el conflicto entre autoridad e individualidad, ley natural y ley social, y también entre el yo y el ello, puesto que es capaz de plasmar los problemas más hondos de la mente.

   Según Federico García Lorca, la mujer personifica a la vida y la fecundidad, aunque también lleve en sí la semilla de la muerte. En su teatro, las protagonistas de sus mayores obras son mujeres, exponentes de un mundo creado por el hombre. Esto facilita una reivindicación de la mujer, a la vez que permite poner de relieve parámetros distintivos del discurso femenino.

   Para entender a estas mujeres debemos realizar un análisis que incluya consideraciones como la económica, la relación de la mujer con el hombre, los efectos de cambios sociopolíticos sobre la condición de mujer como individuo, las implicaciones del estereotipo mujer –esposa y las limitaciones impuestas a su autonomía.

   Casi todos los personajes femeninos de Lorca, incluso los que aparecen más convencionalmente femeninos, presentan una carencia que su código femenino declararía fundamental. En ese sentido, el autor sustituye los códigos de los géneros definidos por un código ambiguo.

   Uno de los ejemplos de desplazamiento de las leyes del código convencional se ofrece a través de Bernarda Alba. Al comienzo de la obra Bernarda es caracterizada como madre, hija y esposa (las tradicionales funciones asignadas a la mujer). Pero a lo largo del drama estas funciones son desplazadas: la madre posee toda la autoridad; el marido murió sin dejar otro recuerdo que el luto; las hijas rebeldes adquieren condición de enemigas. Así va surgiendo una nueva Bernarda, capaz de comportarse igual que el hombre, ejerciendo exclusivamente ella la autoridad. Bernarda domina y actúa masculinamente; es el individuo que ejerce no ya como dominado sino como dominante. De ello se deduce que en la práctica, por encima de los anhelos ideales, la psique se concreta en una androginia psicológica, en una fluctuación entre el papel masculino y femenino. En el teatro convencional la función de mando le corresponde al padre –marido y se ejercía sobre todo en la represión verbal, haciendo que toda angustia en la mujer se expresase solamente a través de llantos y gestos.

   Las funciones femeninas se desplazan a causa de una cierta ambigüedad que afecta mayormente a las hijas de Bernarda. Ellas no muestran amor por la madre, sino más bien una infeliz sumisión. Poncia describe a Bernarda como una mujer que emplea, con absoluta rigidez, el código sociomoral; una mujer cuya razón es el odio y la represión que impone a los otros. La segunda función femenina, la materna, también se desvirtúa a lo largo de la obra, no sólo porque Bernarda parece incapaz de demostrar afecto maternal, sino también porque Magdalena, Amelia y Martirio, en diálogo con Poncia, afirman que no desean tener hijos. En la función conyugal se sustituye el amor por la lujuria, las revelaciones de Adela y Martirio lo señalan, cuando discuten por Pepe el Romano.

   La simpatía de Lorca por la mujer, víctima del hombre, puede enraizarse en la oposición al orden social –sexual dominante, ese orden que margina a quienes se alejan del matrimonio o de la donjuanía. El drama lorquiano laboraba contra los modelos tradicionales: la identidad, los personajes identificables, el escenario –casa y lo que contribuía a una tradición familiar. Al autor le urge ofrecer una nueva concepción teatral que sirva al único fin que lo legitima: la regeneración de la sociedad, darle la palabra a los que agonizan, a los que sufren en silencio, a los que no osan mostrarse como son; ese es el conflicto social de sus obras. Es una actitud libertaria, donde lo íntimo conlleva la problemática social, en denuncia de las fuerzas represoras, de la máscara a nivel íntimo o social.

   Así, el dramaturgo ataca la sociedad patriarcal de la que él fue víctima. En La casa de Bernarda Alba, por ejemplo, Adela siente una irresistible atracción por Pepe el Romano, y se rebela contra las normas morales, ilustrando la actitud libertaria de Lorca. La represión violenta del instinto sexual de la mujer constituye un tema central en esta obra, y esa pasión es lo que proporciona la tensión que enloquece a las hijas, a las que Bernarda denomina “cinco potras” (para Bernarda son potras porque procuran quebrar la barrera racional impositiva de su yo; el término “potras” apela a la base animal, y por tanto, difícilmente racionalizable, del fondo inconsciente). Bernarda representa la imagen sacra de la rectitud y el orden, garante de la norma moral y perseguidora implacable de las desviaciones, es la encarnación de la instancia psíquica que sojuzga los instintos. Ella es la conciencia moral que castiga, rigurosa, el libre juego de los instintos de sus hijas, especialmente el de Adela. En términos freudianos, Bernarda es el super –yo, proyección de la figura censora del padre que corrige la transgresión erótica juzgada íntimamente culpable. Adela, al ser amante de Pepe, propone una liberación por parte de la mujer; liberación anhelada y deseos de romper con el agobiante mundo tradicionalista, represor e inquisidor. La descripción física de los hombres como objetos de apetencia sexual, es sumamente explícita.

   La situación básica de conflicto se da entre los principios de autoridad y de libertad, que constituye el gran tema del teatro de Federico García Lorca. Las siguientes palabras de Adela ilustran esta afirmación: “¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata el bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!”.

   En la visión tradicional de la época, la más mínima señal de desobediencia y falta de resignación frente a estructuras sociales y económicas por parte de la mujer, la saca de su posición privilegiada y la convierte en antagonista.  El deseo sexual es esencialmente igual en la mujer y en el hombre, pero si la mujer de la época osaba exponer sus pasiones, inmediatamente se la degradaba porque esa sociedad machista, pequeñoburguesa y provinciana así lo dictaba. El discurso de Bernarda ilustra la exageración del férreo código moral de la sociedad en la que vive: “Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón.” El machismo extremo es el signo más sobresaliente del referente cultural al que Lorca enfrenta en sus tragedias.

   La realidad degradada de la existencia se destaca por la cosificación de la mujer y la reducción del hombre a su dimensión puramente fisiológica. La trilogía dramática de Lorca no es solamente una acusación del mundo masculino, sino también un aliento a la capacidad de las mismas mujeres para desarticular la ideología patriarcal.

   El dramaturgo, en una entrevista fechada en 1935, habló de su obra en los siguientes términos: “Se trata de la línea trágica de nuestra vida social: las españolas que se quedaban solteras. […] Recojo toda la tragedia de la cursilería española y provinciana […] que es de un hondo dramatismo social, porque refleja lo que era la clase media.” El poeta, sensible al drama de la mujer, testimonia su marginalización a causa de los prejuicios sexuales, y por esto, trata de valorizarla en su obra.

   Tanto en Bodas de sangre, como en Yerma y en La casa de Bernarda Alba, la mujer ya no se presenta como la dócil y sumisa “esclava”, ya no posee ese espíritu servil y de sacrificio. Tanto la Novia, como Yerma y Adela, son mujeres que no inhiben la manifestación de su erotismo, estas mujeres lorquianas revelan una cierta emancipación. Lorca apunta al conflicto entre razón y deseo sexual. Su discurso es de protesta y vindicación de derechos minoritarios. El poeta siente su propia frustración espiritual a causa de ese mundo provincia que logra trastornar al ser humano, y confía en el teatro para modificar ciertas conductas sociales: “El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país […] Un teatro sensible y bien orientado puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo.”

 

 

(FEDERICO GARCÍA LORCA Y MARGARITA XIRGU)

Federico García Lorca y el canon internacional
De María Francisca Vilches de Frutos

 

Una vocación teatral: Una revisión de las ediciones de textos teatrales y ensayos críticos publicados en los últimos años, y de las programaciones de los principales escenarios mundiales pone de manifiesto la importancia de la obra dramática de Federico García Lorca. Es uno de los principales representantes del canon internacional, y se ha convertido en fuente de inspiración para otros creadores escénicos.

   El interés de Federico por la cuestión teatral fue notorio. Desde 1920, fecha de la puesta en escena en un teatro madrileño de “El maleficio de la mariposa” (comedia en 3 cuadros, en verso), hasta su fallecimiento en 1936, accedieron a los escenarios nueve de sus creaciones dramáticas, y además, dejó terminadas otras obras teatrales que fueron representadas póstumamente, entre ellas “La casa de Bernarda Alba”, en 1945. Y dejó inconclusos unos cuantos proyectos teatrales.

   También desde su juventud dirigió, no sólo sus propias obras, sino también la puesta en escena de clásicos durante su participación en el grupo estatal de “La Barraca”.

   Todos estos elementos permiten equiparar su trayectoria a la de otros grandes creadores dramáticos del siglo XX.

 

El teatro de F. G. L. entre la tradición y la vanguardia: Parte de la popularidad alcanzada por Federico se debe a su original recreación del mundo andaluz, así como la relevancia que en el extranjero tuvo su trágico final. Pero lo más influyente ha sido su capacidad para aunar tradición y  vanguardia a través de un teatro poético de índole personal. Sus textos muestran a un autor en constante experimentación con géneros, temas y personajes de la tradición teatral, a los que filtró por el tamiz de modernas técnicas expresivas, deudoras de la vanguardia teatral del momento.

   Quizás donde mejor se perciba el entronque con la tradición literaria sea en su utilización de uno de sus principales vehículos, los géneros: la comedia, la tragedia, la farsa. Pero como todo gran renovador de la escena, Federico experimentó con ellos y fusionó aspectos de unos y de otros, trascendiendo los límites teatrales y adaptando elementos de la tradición lírica y narrativa, como poemas, romances, leyendas, etc. Ofreció uno de los mejores exponentes de la tradición del drama rural con “La casa de Bernarda Alba”, aprovechó las posibilidades del drama histórico en “Mariana Pineda”, basada en un romance popular, trabajó el teatro simbólico con “Yerma”, etc.

   Abordó con sensibilidad algunos temas clásicos de la literatura universal: la percepción del amor como algo inasequible; la dialéctica entre eros y thanatos; la defensa de la identidad y de la libertad frente a las convenciones sociales; el rechazo a la envidia y la maledicencia; las graves consecuencias de la ambición humana. Todo el teatro lorquiano es un canto al amor imposible, fugaz, prohibido, incapaz de concretarse en una realidad tangible sin que conlleve la muerte o la renuncia a la propia identidad. Es un tema que en su obra se asocia a la defensa de la propia individualidad, a una militancia casi ciega por la libertad, como condiciones sustanciales del ser humano.

   Quizás sus textos más representativos sean aquellos en los que reflexiona sobre la tragedia del amor prohibido en el medio rural de la Andalucía de comienzos de siglo. García Lorca defiende la fuerza de los instintos amorosos por encima de los criterios de la razón, y las decisiones personales de los individuos frente a las convenciones sociales, a pesar del trágico fin que puedan acarrear.

   Pocos escritores han logrado transmitir como él la modernidad de algunos de los arquetipos de la tradición literaria clásica y popular. En La casa de Bernarda Alba, Bernarda es el símbolo del poder represivo matriarcal, así como en otras obras, Yerma es paradigma de la maternidad frustrada, o Mariana Pineda, símbolo de la libertad.

   Muchos de sus personajes aparecen nominados genéricamente y caracterizados por sus rasgos dominantes, sus oficios o su situación social, y presentan un alto componente simbólico: la criada, las mujeres vestidas de negro, la muchacha, los segadores, etc. Constituyen un amplio espectro, y en muchos casos remiten a la tradición grecolatina de los coros.

Es la concreción escénica de estos temas, personajes y géneros lo que convierte a Federico García Lorca en baluarte del teatro más vanguardista de su época. En sus textos se aprecian aspectos relevantes como la potenciación de la percepción sensorial por encima de la racional, la ruptura de los límites entre la realidad y la ficción, o la defensa de la sencillez y estilización como instrumentos de acercamiento a los espectadores. Fueron estos intereses los que lo llevaron,  influído seguramente por su estancia en New York, a la valoración del ritmo, al uso de recursos cromáticos por su connotación simbólica y estilizadora, al empleo de la luz y el sonido para crear espacios psicológicos alejados de la razón, y a la introducción de técnicas de distanciamiento mediante elementos recurrentes o potenciación de la gestualidad de los actores.

   La importancia que le da a la percepción sensorial se aprecia en la atención que dedicó a los elementos cromáticos en el decorado y el vestuario, los cuales permiten al espectador adentrarse en la fuerza connotativa del mundo sensorial lorquiano. Federico trabajó constantemente con las sugerencias simbólicas de los colores. En sus textos utilizó el verde como símbolo de la vida y de la libertad, y paradójicamente, también de la muerte (por ejemplo, el vestido verde que quería ponerse Adela en “La casa de Bernarda Alba”); empleó, además del negro, el blanco y el azul asociados a aspectos relacionados con la muerte; indagó en las posibilidades expresivas del rojo para representar el amor pasional, sin contención, de la sangre que precede a la muerte, claro símbolo de la unión de eros y thanatos.

   Federico insistió en la necesidad de que las obras se ajustasen a un ritmo dramático. Esto fue corroborado por el escenógrafo José Caballero, quien comentó a un diario: “Él quería que su obra funcionara con la misma precisión de un mecanismo de relojería, sin un solo fallo.” Esto explica la importancia otorgada a la música y la coreografía en sus piezas teatrales.

 

Federico García Lorca, hombre de su tiempo: Federico alcanzó su madurez literaria en uno de los períodos históricos en los que mayor ha sido la influencia de lo sociopolítico en las artes y la literatura: los años vinculados a la Guerra Civil y a la proclamación de la República en sustitución de la Monarquía. Fueron numerosos los intelectuales que por esas fechas comenzaron a manifestar su preocupación por las profundas transformaciones que se estaban produciendo en el tejido social y a defender la necesidad de comprometerse como creadores con estos cambios con el objetivo de acceder a una sociedad más justa. La postura creativa de García Lorca se halla alejada del realismo social defendido por un importante sector de la intelectualidad española, pero no del compromiso social. No resulta viable el punto de vista sostenido por algunos críticos que tildaron a Federico de apolítico por su negativa a militar en algún partido político, o que han atribuído su muerte a problemas de enemistad personal (por un tema de disputas internas entre falangistas). Como ha apuntado Christopher Maurer: “Lorca sería, desde 1929, por lo menos, un colaborador activo en el nacimiento de una España nueva. Sin inscribirse jamás en ningún partido político, deja constancia en manifiestos, entrevistas y otras declaraciones públicas, de su fe en la República, su antifascismo y su solidaridad con las masas obreras.”

   En 1931, García Lorca comenzó a colaborar con los dirigentes republicanos en una importante iniciativa de renovación de la escena que constituiría el primer intento de promoción de un Teatro Nacional en España. Así, pocos días antes de la navidad de 1932, en el Paraninfo de la Universidad Central, realizó su presentación La Barraca, una agrupación teatral fundada por Federico García Lorca y Eduardo Ugarte con el propósito de desarrollar nuevas vías de gestión, al margen de la empresa privada, para atraer a otros públicos a la escena.   En su “Charla sobre teatro”, el 14 de agosto de 1934, defendió un modelo de teatro público y se decantó por un teatro de acción social que fuera el soporte de la cultura y educación de un país. En 1935, en una lectura de versos para los Ateneos Obreros realizada en el teatro Barcelona, fue aclamado como “poeta del pueblo”. En una carta dirigida a sus padres, les cuenta: “cuando leí el Romance de la Guardia Civil se puso de pie todo el teatro gritando ¡Viva el poeta del pueblo! Después, tuve que resistir más de hora y media un desfile de gentes dándome la mano, viejas obreras, mecánicos, niños, estudiantes, menestrales. Es el acto más hermoso que yo he tenido en mi vida.” Y fue él quien leyó el Manifiesto de los escritores españoles contra el fascismo, entre otras acciones públicas que lo ubican claramente en el bando republicano.

   Federico cree en la idoneidad del teatro como vehículo de acercamiento al pueblo, y manifiesta que “El teatro ha de recoger el drama total de la vida actual.” No debe extrañarnos, pues, la creación de los textos pertenecientes a la trilogía rural andaluza, donde ofreció una clara defensa de la libertad frente a la autoridad, pero también denunció algunos problemas graves del momento: las desigualdades entre clases sociales, el atraso del mundo rural y sus consecuencias en uno de sus colectivos más desprotegidos: las mujeres. El análisis de “La casa de Bernarda Alba” (1936), la última obra que escribió antes de ser asesinado, facilitará la comprensión de este proceso.

 

“La casa de Bernarda Alba”, un nuevo concepto de vanguardia: La obra refleja el ambiente oscurantista y las relaciones de servidumbre de un pueblo andaluz en el período anterior a la proclamación de la República. Uno de los aspectos que confieren actualidad a la obra es la concreción del conflicto en un mundo femenino. El autor conocía muy bien esta situación, ya que su niñez y juventud transcurrieron en Fuente Vaqueros, y aún cuando ya su familia se había instalado en Granada, siguió pasando allí sus vacaciones.

      Sin embargo, su planteamiento no sigue los cauces expresivos del realismo social. La configuración de temas, situaciones y personajes se realiza desde una perspectiva literaturizada que recrea elementos del teatro griego clásico y del drama áureo español, tratados a través del tamiz de técnicas expresivas vanguardistas.

   Es en la defensa de la libertad frente a la autoridad donde radica parte de la modernidad de la obra. Comentó Ricardo Doménech sobre la primera representación de la obra en Madrid, en 1964: “Lo que García Lorca nos presenta en escena es un problema de libertad o, por mejor decir, de ausencia de libertad, y ello mediante esta colisión entre el mundo de Bernarda –que es una sociedad petrificada, rígida, inflexible- y el mundo de Adela.” Y Ruiz Ramón destaca que: “el universo dramático de Lorca, como totalidad y en cada una de sus piezas está estructurado sobre una sola situación básica, resultante del enfrentamiento conflictivo de dos series de fuerzas que podemos designar principio de autoridad y principio de libertad. Cada uno de estos principios básicos de la dramaturgia lorquiana, cualquiera que sea su encarnación dramática –orden, tradición, realidad, colectividad de un lado, frente a instinto, deseo, imaginación, individualidad de otro- son siempre los dos polos fundamentales de su estructura dramática.”

   Pero también puede hallarse lo tradicional en su teatro, conectando con la veta neo popularista de los miembros de la Generación del 27. En la obra aparecen expresiones y refranes de carácter popular que permiten situar la acción en un ámbito rural y evidencian su conocimiento del folklore español: “gori-gori”, “lengua de cuchillo”, “mal dolor de clavo le pinche en los ojos”, “se te subirán al tejado”, “cae el sol como plomo”, “más vale onza en el arca que ojos negros en la cara”, “la sal derramada trae mala sombra”, etc. Sin embargo, como ha señalado Rodríguez Adrados: “Este teatro poético maneja un lenguaje literario, está muy lejos del costumbrismo, del dialecto popular y del folklore: universaliza elementos que pueden ser locales en el origen, pero que son en realidad simplemente humanos. Sigue y maneja modelos literarios, de los griegos a los clásicos españoles (Lope, Calderón) e ingleses (Shakespeare) y a los españoles modernos (Marquina, Valle-Inclán, Benavente)”.

   Dos de sus temas  principales, la defensa de la libertad frente a la autoridad, y la inexorabilidad del destino, entroncan con la tradición griega (la “Ifigenia” de Eurípides y la “Antígona” de Sófocles, por ejemplo).

   Federico defiende la primacía de los instintos amorosos sobre los criterios de la razón,  las opciones personales frente a las convenciones sociales, a pesar del trágico fin que provocan. Los imperativos morales tradicionales actúan con la misma fuerza que los hados que guían la acción de los personajes clásicos. Es en esta búsqueda de la libertad donde radica la tragedia protagonizada por las mujeres lorquianas, quienes queriendo huir de su destino de sometidas, acuden a la llamada poderosa de fuerzas ciegas que las hunden en la tragedia y en la muerte. El desafío de Adela, la hija menor de Bernarda, implica no sólo su muerte, sino la aniquilación de cualquier deseo para el resto de la familia: “¡A callar he dicho! (A otra hija) ¡Las lágrimas cuando estés sola! ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto!”.

   El tratamiento del tema de la defensa de la libertad frente a las convenciones sociales asociado a la mujer, no puede entenderse en toda su dimensión sin relacionarlo con la recreación personal de Federico de un componente esencial del drama español de los siglos XVI y XVII: el honor. El autor convierte el tema de la honra en un instrumento para modernizar la tragedia clásica, pero son los personajes femeninos, sus víctimas más directas (“Nacer mujer es el mayor castigo”, dirá Amelia), los que le permiten llevar adelante esta nueva perspectiva. No puede entenderse su teatro sin considerar su irónica actitud hacia el tema de la honra, fruto de la dialéctica establecida entre el honor y el amor, piedra angular de sus tragedias. La mujer ocupa un lugar preferente en su universo dramático, víctimas casi siempre de los convencionalismos sociales o los intereses económicos que colisionan con sus deseos más íntimos, pero también son mujeres, incapaces de sustraerse a su trágico destino, las que actúan como eficaces medios de coacción contra otras.

      Bernarda representa a tantas mujeres de clase acomodada que, como resultado de una educación conservadora, se convierten en salvaguardas de los valores patriarcales. Por eso, cuando habla de su casa, se refiere a “esta casa levantada por mi padre”. Autoritaria hasta la crueldad, interesada, religiosa, constituye la expresión histórica de unos intereses económicos, en función de los cuales se establecieron los conceptos de religión, familia, sexualidad, libertad. Exponente del clasismo arraigado en la sociedad española de la época (“Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de otra sustancia”, expresará Bernarda duramente), el sentido de su existencia se urde en relación con la imagen que proyecte hacia los demás, aunque sea a costa de ocultar sucesos y sentimientos (“Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar”). Dispuesta a mantener a su familia dentro de los límites fijados por una moral que rechaza la satisfacción de los instintos frente a las obligaciones impuestas por el matrimonio o la viudedad, protagoniza agrios enfrentamientos con su hija menor, Adela, y con su madre, María Josefa, paradigmas de dos momentos clave en la vida del ser humano, la juventud y la vejez.

   La asunción por su parte de los códigos sociales imperantes es tal que llega a subvertir la naturaleza humana, al acallar su dolor ante la muerte de su propia hija. Tanto sus palabras finales que llaman al silencio como sus declaraciones iniciales –“¡En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle! Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo”- recuerdan los discursos en defensa del honor del teatro clásico español. Por ello no debe sorprender que en su caracterización se mezclen elementos masculinos y femeninos. Sin embargo, conviene apuntar que la actitud cruel de Bernarda, carente de ternura y compasión, también se vislumbra en sus hijas: todas envidian la suerte de Angustias, Martirio se enfrenta con Adela, la única que expresa dolor por la muerte de su padre es Magdalena, ninguna manifiesta cariño por su madre, etc.

  

      Por otra parte, Bernarda es otra víctima de la contradicción entre las convenciones sociales y la fuerza de los instintos, del poder inexorable del destino, contra el que se lucha en vano. Al señalar dos posibles vías de acción ante el rol social imperante, la rebelión y la evasión, podríamos ubicar a Bernarda en este último grupo, junto a María Josefa. Si por una parte la protagonista parece defender el papel secundario reservado a la condición femenina –“Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón.”-, por otra, su conducta revela una asimilación mimética que le lleva a adoptar una postura masculina de mando. A pesar de esto, su autoridad sufre una merma paulatina. Las mujeres se van rebelando contra ella. Primero Poncia y María Josefa; después sus hijas, en especial Adela, que llega a romper el bastón “de mando” de su madre.

   Adela, además de representar la rebeldía contra el sistema, obedece a sus instintos elementales básicos, la satisfacción de la sexualidad: “No por encima de ti, que eres una criada; por encima de mi madre saltaría para apagarme ese fuego que tengo levantado por piernas y boca”. No será la única: sus hermanas envidian la suerte de Angustias, por su futuro matrimonio con Pepe el Romano. Este aspecto es el que más pesó en la censura en los intentos de representación durante el período franquista, esa tendencia a abordar la sexualidad femenina de manera obsesionante. Palabras como éstas de Adela –“Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las queridas de algún hombre casado”- debieron escandalizar a mucha gente en esos tiempos.

   El contrapunto de Bernarda es Poncia, víctima, como la anterior, de un destino asignado desde su nacimiento, pero en su caso, dentro de una clase social sin recursos, contra el que se yergue, rodeada de cierta aureola indómita. Es quien pronuncia las palabras más duras sobre Bernarda: “Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara.” Al crearla, Federico sigue una de las costumbres del teatro clásico respecto a la aparición de criados.

 

La estilización por medio del símbolo: En la obra se aprecia la intención de ajustarse a las pautas del drama rural, un género tradicional en España, pero con algunas transformaciones por la visión creativa del escritor. El código realista se ve trascendido gracias a la capacidad connotativa del lenguaje simbólico utilizado, conectándose con los movimientos de renovación vanguardista de la época.

   Ya se ha mencionado la condición arquetípica del personaje de Bernarda, pero convendría aludir también a la configuración simbólica de otros. Todos son mujeres, vestidas de negro. Las edades de Adela (20), Angustias (casi 40), Bernarda (60) y María Josefa (80) señalan cuatro momentos relevantes en la vida del ser humano. Varias de ellas se presentan con denominaciones genéricas (Criada, Mendiga, Muchacha, etc).

   No hay que obviar la condición cristológica del personaje de Adela. La similitud entre Cristo y Adela se percibe ya desde que se imagina a sí misma coronada por espinas, y a medida que transcurre la acción va ahondándose su soledad frente al destino: “Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad”. En torno a ella, otros personajes advierten al espectador sobre lo que sucederá: María Josefa, que contiene los nombres de los padres de Cristo, se presenta llevando una oveja mientras los amantes se hallan juntos, lo cual puede explicarse como una alegoría de la situación de Adela. Por otro lado Poncia, que lleva el nombre de Pilatos, muestra como él pasividad ante el sacrificio al abstenerse de intervenir en el proceso: “Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado.” En el nombre de Pepe el Romano hay una mención simbólica a la Roma imperial, personaje que constituye una de las presencias más poderosas de la acción, a pesar de su falta de concreción física. Existe una similitud entre bajar el cuerpo de Jesús de la cruz, con la orden de Bernarda de descolgar el cuerpo de Adela.

   La recurrencia a lo simbólico se manifiesta también en los símbolos de configuración animalista, vegetal y cósmica. La presencia de animales intensifica determinados rasgos de los personajes o de la acción que realizan. La asociación de Pepe el Romano a lo equino es frecuente: viene montado en jaca, precedido por el sonido en off de sus pasos; luego es materializado a través de un blanco garañón que golpea los muros. La aparente sumisión de Poncia se representa a través del perro: “Pero yo soy buena perra: ladro cuando me lo dice y muerdo los talones de los que piden limosna cuando ella me azuza”. Pepe el Romano también es identificado con un león: “Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león”. María Josefa dice que Bernarda tiene cara de leoparda, y Magdalena cara de hiena.

   Los símbolos de carácter vegetal se sustentan en la analogía esencial Madre –Tierra, desde la identificación de los segadores con el árbol y el trigo, hasta la de lo femenino con las flores (“el segador pide rosas / para adornar su sombrero”). Hay también referencias al agua en sus distintos estados, simbolizando la libertad o el contacto con la naturaleza. En determinados casos sirve para aumentar la sensación claustrofóbica de los protagonistas: Magdalena se levanta de madrugada a refrescarse; Martirio expresa su deseo de que lleguen las lluvias; Adela manifiesta una y otra vez su sed. El mar es mencionado más de una vez, como espacio de paz, o símbolo de futuro y vida.

   La casa representa el mantenimiento del orden frente a un espacio externo, símbolo de las fuerzas que pugnan por actuar en su contra. La existencia de lugares, acciones o personajes fuera de este recinto se conoce por alusión. Tanto el corral contiguo donde se realizan algunos encuentros, como las calles colindantes son espacios simbólicos sin concreción escénica. Las ventanas representan la transgresión femenina. La iluminación exigida por el autor confirma su concepción psicologista.

      El uso del cromatismo también es significante. Prima el blanco, un color ligado a la pureza, pero también a la muerte. El contraste entre la tonalidad de las paredes y el atuendo negro de las mujeres amplifica el conflicto, confiere al recinto un aire de iglesia, donde parece estar oficiándose un ritual de muerte. Constituye, además, un guiño al arte cinematográfico. La oposición entre estos dos colores se rompe al entrar en juego el verde. Para Adela, su vestido verde representa el umbral hacia la libertad: “¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir!”. Por eso Bernarda rechaza el abanico con flores rojas y verdes que le ofrece, y pide uno negro.

   Otros códigos simbólicos son los de carácter acústico. La obra se inicia con el doblar de campanas, premonición de la tragedia que va a acontecer, y con una letanía entonada por Bernarda y sus vecinas en la que se combinan fragmentos de un texto previo, tradicional, con versos inventados por el autor, vinculados con el contexto. Más adelante, el canto de los segadores remite a una existencia externa, a un recinto de libertad en contraste con el ambiente asfixiante de la casa; representa el deseo frente a la razón. Recordemos también los ladridos de los perros y los golpes del caballo excitado por la cercanía de las potras, símbolo de la fuerza de la pasión. Otros elementos transgresores son por ejemplo los silbidos de Pepe el Romano, las voces exteriores, los gritos de quienes persiguen a la hija de la Librada, etc.

      Varios críticos han llamado la atención sobre la significación del silencio en la obra, que presagia la tragedia, y a veces funciona como elemento de contraste. Como señal anuncia una serie de temas dispuestos en torno a un mismo centro –la muerte-. El diálogo se ve siempre truncado e incompleto, y el silencio es una máscara, no un vacío. Bernarda ingresa a la obra pidiendo silencio, y la finaliza del mismo modo.