Mostrando las entradas con la etiqueta Federico García Lorca. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Federico García Lorca. Mostrar todas las entradas

martes, 3 de agosto de 2021

TRADICIÓN E INNOVACIÓN EN LA CASA DE BERNARDA ALBA

 

 TRADICIÓN E INNOVACIÓN EN “LA CASA DE BERNARDA ALBA”

 


   Sabemos que Federico García Lorca, por ser de la Generación del 27, aunó en su obra elementos tradicionales con elementos más modernos e innovadores, surgidos de la influencia vanguardista. Por esta razón encontramos en la obra La casa de Bernarda Alba elementos típicos de un drama clásico, ajustado incluso a conceptos aristotélicos, y otros que no respetan el modelo aristotélico. Veamos algunos ejemplos concretos. ¿Dónde notamos la influencia clásica o de la tradición, y cuáles son las transgresiones a ese modelo?

a)      La obra presenta planteo, desarrollo y desenlace, respetando los tres grandes pasos de desenvolvimiento del conflicto. El planteo se realiza en el Acto I, el desarrollo en el Acto II y III, y el desenlace se encuentra al finalizar el Acto III.

b)      La presentación de los personajes y el desarrollo de las acciones permiten al espectador padecer la catarsis (purificación o transformación), como lo describe Aristóteles. Sin embargo, debido a que Bernarda presenta rasgos que la distancian del héroe trágico aristotélico, la catarsis difícilmente ocurra a partir de la identificación con la protagonista. Aquí aparece un elemento transgresor de la norma clásica.

c)       Hay pasajes de la obra que se asemejan a la antigua tragedia griega, por ejemplo: el hecho de que algunos personajes actúen como el coro (lo vemos en el Acto I, cuando Bernarda y las mujeres del duelo cantan un rezo por el difunto, o en el Acto II, cuando cantan los segadores y Martirio y Adela repiten algunas estrofas), la conjunción de género lírico y dramático en la obra, la caída de la protagonista debido a su hybris y ceguera trágica, etc.

d)      Todo ocurre en un único lugar (se respeta la unidad de lugar de Aristóteles), en este caso, en la casa de la protagonista. Cuando la acción ocurre fuera de la casa se menciona, pero no se representa en escena (por ejemplo, la calle, el campo, el olivar).

e)      La unidad de tiempo aristotélica (la acción debe representar un día de la vida del protagonista, el peor, el día en que se produce su caída) no se respeta en La casa de Bernarda Alba, ya que en cada acto se representa el transcurrir de un día, y hay que aclarar que no sabemos cuánto tiempo pasa entre un acto y otro, si bien captamos que toda la acción se desarrolla durante un verano.

f)        Aunque la base dramática de la obra es realista (las vestimentas, la decoración, algunos giros lingüísticos, algunas costumbres), también encontramos varios pasajes que responden a un espíritu lírico y hasta onírico, alejándose así del realismo puro (la presencia de símbolos, como la entrada de María Josefa con una ovejita en los brazos, sus parlamentos, el caballo blanco descripto como una presencia fantasmagórica, el tono lírico de algunos parlamentos de otros personajes, como Adela o Martirio, el responso cantado por Bernarda y las mujeres del duelo en el acto I, la canción de los segadores, etc). Esto se asemeja a obras dramáticas del siglo de Oro español, como las escritas por Lope de Vega, por ejemplo, donde alternaba situaciones y parlamentos realistas con pasajes líricos.

g)      Uno de los temas principales de la obra es el honor, tema tradicional de la dramática española del Renacimiento y el Barroco. La diferencia es que en las obras de siglos anteriores, el honor se consideraba una cualidad, y en la obra de Lorca se vislumbra como un impedimento a la felicidad y libertad de los personajes. Esta visión crítica es uno de los aspectos que dota de modernidad a la obra.

   Vistos estos aspectos generales de la obra en su simbiosis tradición –innovación, veremos qué aspectos de su protagonista presenta García Lorca dentro de los códigos tradicionales de un héroe trágico (al estilo aristotélico) y cuáles no.

·         PERTENECE A UN GRUPO SOCIAL ELEVADO. Este rasgo era imprescindible en el modelo aristotélico para ser un héroe trágico. Aristóteles sostenía que para que la caída de un individuo causara horror y compasión, debía caer desde un lugar elevado, por eso los héroes trágicos de la antigua tragedia griega eran siempre nobles, aristois importantes. Bernarda pertenece a un grupo social alto en ese pueblo rural de Andalucía, es del linaje de los Alba, posee tierras, ganado, tiene criadas a su servicio, y manifiesta constantemente orgullo de clase. El matiz es que su poder se limita a su pueblo, un pueblo rural de Andalucía, ya que en otros pueblos -según informa Poncia, su criada principal- Bernarda es “pobre”. En cambio, en la antigua tragedia aristotélica, el aristoi era especialmente destacado, siendo por ejemplo el rey, o príncipe, o un general importante para toda la nación.

   Uno de los problemas centrales que la obra desarrolla es que Bernarda no permite a sus hijas noviar ni casarse, a menos que el pretendiente fuese de su misma clase social (“¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un hombre el día de la misa de su padre?”; “Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañán?”; “¡Mi sangre no se junta con la de los Humanes mientras yo viva! Su padre fue gañán.”). Su concepción de clase la conduce a menospreciar a quienes no forman parte de su mismo grupo social, algo que se manifiesta no solamente en que prefiere sacrificar la posible felicidad de sus hijas antes de permitir que se vinculen con alguien de clase social menor, sino también en la manera en que trata a las criadas. Cuando ingresa Bernarda por primera vez a escena con sus hijas y las mujeres que acompañaron el duelo, y la criada llora a gritos (en realidad finge su dolor, pero Bernarda no lo sabe), ella espeta con dureza: “Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio para recibir al duelo. Vete. No es éste tu lugar. (La CRIADA se va sollozando). Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias.” Y al señalar una mujer del duelo que los pobres sienten también sus penas, humanizándolos, Bernarda responde: “Pero las olvidan delante de un plato de garbanzos.” Del mismo modo, en diálogo con Poncia, quien trabaja para Bernarda desde hace treinta años, en un sistema en el que además las criadas duermen en la casa donde sirven, dos pasajes demuestran la actitud clasista y despectiva de Bernarda: en el Acto I, le dice Poncia: “Contigo no se puede hablar. ¿Tenemos o no tenemos confianza?”, a lo cual Bernarda le responde: “No tenemos. Me sirves y te pago. ¡Nada más!”, y en el Acto II, cuando Poncia señala que Bernarda tiene humos, ésta le dice: “Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque sabes muy bien cuál es tu origen.”


   Ese clasismo extremo equipara bajo nivel social con pobreza, servidumbre y animalidad, desconociendo la humanidad de quien no está en su mismo rango, y expresando un concepto arcaico pero muy extendido en la literatura y sociedad española, que es que sólo los nobles, las personas de linaje, tienen dignidad y concepto de honor. Es importante destacar, además, que si bien pertenecer a un grupo social alto otorga privilegios, también impone obligaciones, y Bernarda es muy explícita con esto cuando gobierna sobre sus hijas: cuando impone el luto de ocho años y sentencia cuál es el rol de la mujer y cuál el del hombre  (“Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón.”), también agrega: “Eso tiene la gente que nace con posibles”. Por esta razón se muestra inflexible con la conducta de sus hijas, muy especialmente en lo que refiere a lo sexual, y su soberbia la empuja a humillar a todo el que ella considere por debajo de su nivel.

 

·         PADECE CEGUERA TRÁGICA Y CAE EN HYBRIS. La ceguera trágica (denominada até) constituye uno de los rasgos inherentes al héroe en la antigua tragedia griega. Esta ceguera implica que el personaje no logra ver, o sea que desconoce o ignora, algún aspecto sustancial del conflicto, lo cual lo conduce a tomar decisiones erróneas. En el caso de Bernarda, da por sentado precisamente lo contrario, que puede verlo todo, que puede controlar todo, y que bajo su mano férrea, sus hijas obedecerán sus mandatos disciplinadamente. La obra nos muestra que tanto Poncia, como la criada, e incluso una de sus hijas (Martirio) captaron las acciones de Adela quebrantando el orden materno. Y ambas criadas perciben la tormenta de pasiones que se agita en las hijas, pero para Bernarda este conflicto no existe. El motivo es múltiple. Por un lado, como a cualquier persona, se le escapan situaciones a su control, aunque piense lo contrario. Por otro, aun viendo ciertos hechos, procede a negarlos, interpretando como mejor le conviene. Y cuando capta que hay algún problema que pueda atentar contra su fama y el honor de la familia, de inmediato ordena ocultarlo. El centro del problema está en su enorme soberbia, que la empuja a creerse todopoderosa y omnisciente. Nunca reconoce sus limitaciones ni que puede equivocarse. En esto consiste su hybris (exceso, desmesura), y es lo que la hace caer, pues termina fracasando en sus intentos de mantener la honra y el buen nombre de su familia.

   Veamos algunos ejemplos claves, tanto en acciones como en palabras. En el Acto I, Angustias aparece maquillada en escena, y Bernarda le quita el maquillaje a la fuerza. Ante el reproche de Poncia (le dice que no sea tan inquisitiva), Bernarda afirma: “Aunque mi madre esté loca, yo estoy con mis cinco sentidos y sé perfectamente lo que hago”. Esta afirmación corresponde a una persona que tiene la certeza de estar haciendo lo correcto, de ser lúcida (lo opuesto a la ceguera trágica que padece) y ser quien tiene el control. Esto último lo reafirma cuando ante la pelea de las hijas, golpea con el bastón en el suelo para poner orden: “¡No os hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo! ¡Hasta que salga de esta casa con los pies adelante, mandaré en lo mío y en lo vuestro!” Asegura que mandará sobre sus hijas hasta su muerte, de manera inflexible. Podemos preguntarnos por qué desea mandar sobre sus hijas, todas adultas. Si bien Adela es bastante joven, ya tiene 20 años, y todas las demás son mayores, siendo Angustias la mayor, con 39 años. Todas en edad de decidir sobre sus propias vidas, pero Bernarda las tutela como si fuesen niñas. Bernarda controla cómo se visten, lo que hacen día a día, decide si pueden salir o no, con quiénes deben hablar y vincularse y con quiénes no, cuándo deben hablar y cuándo callarse, y hasta si pueden llorar o no por la muerte de su padre. Es un control extremo que pretende el dominio absoluto sobre sus hijas. Incluso llegó a arruinarle a Martirio un noviazgo, haciéndole llegar un aviso al hombre que la pretendía, de que no se presentara a cortejarla, dejando a su hija esperando toda la noche y sin que se enterara que el pretendiente no acudió a la cita porque ella lo impidió. Todo esto ocurre porque en su objetivo de mantener limpia la honra de su familia, Bernarda cree tener la razón siempre, y considera incapaces o poco propios a todos los demás. Por esto al principio de la obra sentencia: “No he dejado que nadie me dé lecciones.” Este orgullo (su hybris) es lo que la condena a fracasar al final, pues a pesar de que Poncia le advierte de lo que está ocurriendo, sugiriéndole que la situación con Pepe el Romano puede escapársele de las manos porque la decisión de que se case con Angustias no es la correcta, Bernarda desestima la advertencia e incluso la acusa de pretender poner sombras donde no las hay (ceguera trágica). Poncia le dice “abre los ojos y verás”, y “Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a cien leguas. Muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero los hijos son los hijos. Ahora estás ciega.” Pero Bernarda le responde: “Aquí no pasa nada. ¡Eso quisieras tú! Y si pasara algún día, estate segura que no traspasaría las paredes”. Cuando se evidencia que Pepe se está yendo a las cuatro y media de la mañana de la casa, y Angustias niega que sea por ella, ya que se despiden cada noche a la una, Bernarda queda en alerta, pero es incapaz de entender lo que realmente está ocurriendo, y continúa alardeando de su capacidad de dominio de la situación: “No habrá nada. Nací para tener los ojos abiertos. Ahora vigilaré sin cerrarlos ya hasta que me muera”; “¡Aquí no se vuelve a dar un paso que yo no sienta!”. Y en el Acto III, Bernarda expresa a Poncia: “Disfrutando este silencio y sin lograr ver por parte alguna “la cosa tan grande” que aquí pasa, según tú.” Y también asegura: “Mi vigilancia lo puede todo.” Según ella, la gente no puede murmurar, porque tiene todo bajo control (“¡A la vigilia de mis ojos se debe esto!”). En estos parlamentos se nota no sólo la soberbia y la ceguera de Bernarda, sino que hasta podemos vislumbrar la presencia de la ironía trágica, por la cual se afirma lo contrario de lo que realmente es.

   Estos conceptos proceden de la antigua tragedia aristotélica, y si bien Federico lo moderniza quitando toda referencia acerca de algún tipo de castigo divino, la base es la misma: el individuo comete errores graves que lo conducen al fracaso, y es incapaz de rectificar sus decisiones para evitar el desastre.

   Un matiz importante que distancia a Bernarda del modelo clásico es que en la antigua tragedia griega el héroe sufría el proceso de anagnórisis (descubrimiento de la verdad) que finalizaba con la comprensión de que se había equivocado, lo aceptaba y asumía la justicia del castigo, pero Bernarda termina la obra sin hacerse cargo de que sus conductas y decisiones condujeron al desenlace terrible y fatal: no reconoce sus errores, no se arrepiente, e incapaz de cambiar, finaliza la obra del mismo modo que la había comenzado, pidiendo silencio, pretendiendo ocultar lo que considera como una deshonra. Bernarda fracasa, pero no aprende, y no cambia. Continúa aferrada a los conceptos que la condujeron al desastre para estructurar su vida y las de sus hijas: “Pepe: irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! ¡Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas!” […] “Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija) ¡A callar he dicho! (A otra hija) ¡Las lágrimas cuando estés sola! ¡Nos hundiremos  todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!”

 

·         ES VÍCTIMA Y VICTIMARIA. En la antigua tragedia griega, hallábamos que la Moira (destino) del héroe lo empujaba a cometer errores, causando daño a otros y a sí mismo. Muchas veces esa Moira nefasta era producto de alguna maldición, como en el caso de Edipo, hijo del maldecido Layo, por quien la ciudad de Tebas es asolada por una peste mortal. En Antígona, Creonte cae porque en su creencia de hacer lo correcto, comete el error de ignorar las leyes divinas y ordena no sepultar a uno de sus sobrinos, provocando la muerte de Antígona y luego, en cadena, la de su propio hijo y la de su esposa. En ambos casos los héroes, sin quererlo, dañaron a otros y a ellos mismos. En cuanto a Bernarda, podemos rastrear el origen de sus acciones en dos factores: la tradición -la enseñanza que recibió en su casa familiar-, y su propio carácter y manera de interpretar las normas consuetudinarias. En dos ocasiones afirma o sugiere que las normas que dicta proceden de lo que le enseñaron en casa de su abuelo y su padre. Nótese que su ejemplo es masculino, no habla de su abuela ni de su madre como transmisoras de las normas morales: “¡En ocho años que  dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle! Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo.” En el Acto II, en la escena en que se descubre que Martirio escondió el retrato de Pepe el Romano en su cama, y las demás hermanas acusan a Angustias de que ese hombre vino por ella sólo por su dinero, Bernarda vuelve a mencionar a su padre como referente: “Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación. […] ¡Tendré que sentarles la mano! Bernarda: ¡acuérdate que ésta es tu obligación!”. En estos dos pasajes claramente Bernarda sostiene su axiología en base a criterios sociales que proceden de lo consuetudinario, de la tradición, sin discutirlos. Bernarda no cuestiona ni se pregunta. No inventó las reglas, pero ordena respetarlas y emplea en ello toda su voluntad, aún si supuestamente contrariara sus sentimientos personales (“acuérdate que ésta es tu obligación”). El luto de ocho años es extenso y penoso, y quizás sea vacío, porque la única que manifiesta dolor por la muerte de su padre es Magdalena. Ni sus hermanas ni su madre se lamentan en ningún momento por esa muerte cuyas consecuencias alimentan el conflicto. No hay siquiera un recuerdo afectuoso o conmovido del muerto. Sólo se habla del cumplimiento externo del duelo. Adela llora cuando se entera que Pepe el Romano viene por Angustias, y porque siente que perderá su juventud encerrada por el duelo de su padre, pero no por la muerte en sí. El mismo día del sepelio las hermanas conversan y discuten por temas diversos, como si la muerte de su padre no hubiese ocurrido. Cada vez que Bernarda menciona al muerto es simplemente para exigir que se respete el duelo externamente, e incluso prohíbe a Magdalena que llore por su padre. En conclusión, en esto como en otros asuntos, Bernarda exige cumplimiento de reglas pero no porque tengan un sentido real más allá del qué dirán. Por otro lado, el hecho de que sus modelos de poder sean hombres, nos recuerda que la sociedad española de principios del siglo XX, sobre todo en los pueblos rurales, era muy patriarcal. Y que Bernarda sea tan autoritaria, y emplee también la violencia física, además de la verbal y psicológica,  su dureza emocional, su falta de lágrimas y de sensibilidad maternal, indican que ella quiere imitar a sus modelos, haciéndola parecer masculina para la época.



   Esta sujeción a un modelo sin cuestionarlo, esa rigidez, nos muestran a una Bernarda que no sólo es victimaria, sino que también es víctima. Es una mujer que reprime y condena a otras mujeres, porque ése es el rol que le adjudicó la sociedad patriarcal en la cual fue educada, y así como no permite a sus hijas ser felices, disfrutar de su juventud o de su cuerpo, ella tampoco es feliz. Incluso cuando Angustias le confiesa que debería estar contenta (porque tiene novio y va a casarse) pero no lo está, su madre le responde: “Eso es lo mismo”, dando a entender que el objetivo de la existencia no es ni la felicidad ni el placer, sino el hacer lo que se debe hacer. Cuando le da consejos a Angustias respecto a cómo comportarse con su marido cuando sea una mujer casada, todo apunta a la sumisión frente al hombre, y a la aceptación de que los hombres tienen más libertades y privilegios que las mujeres. Angustias se queja de que Pepe parece siempre distraído, como si estuviera siempre pensando en otra cosa (esto tiene sentido, porque Pepe se comprometió con ella por su dinero, pero se apasiona con Adela y la está viendo en paralelo que a su prometida), y su madre le aconseja: “No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si él habla y míralo cuando te mire. Así no tendrás disgustos”. Y si bien Angustias no sospecha lo que está ocurriendo entre su prometido y su hermana menor, sí capta que él le oculta cosas. A lo cual Bernarda le responde: “No procures descubrirlas. No le preguntes y, desde luego, que no te vea llorar jamás.” Y aunque Bernarda es una mujer con mucho carácter, nos enteramos al principio de la obra que su marido fallecido tenía comportamientos impropios y abusivos con la Criada (“Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral!”), lo cual la convierte en una mujer engañada. Cuando Bernarda recomienda a su hija no hacer preguntas, sentimos que está perpetuando el ciclo de infidelidad, humillación e infelicidad. Las únicas que en cierto sentido cuestionan el modelo con sus conductas son María Josefa, madre de Bernarda, que terminó loca y encerrada, y Adela, cuya pasión y rebeldía la conducen a un fin violento y trágico. Las otras hijas son infelices, y si bien dan a entender varias veces que no están conformes con el desarrollo de los acontecimientos, con las reglas sociales y la inflexibilidad de la madre, no llegan a realizar una oposición tan firme como la de Adela, que quebranta la regla más importante que impone su madre, al abandonarse al deseo y el placer con el prometido de su hermana mayor.

   En definitiva, si bien por momentos la idea de destino aparece en la obra (sobre todo en lo vinculado con el suicidio de Adela), Lorca trabaja, más que la idea de arbitrariedad e irracionalidad del destino, la de condicionamiento social y consecuencia lógica de las propias acciones. Bernarda es el producto de una sociedad represiva y normativa, que sataniza el sexo y el placer, y pretende mantener a la mujer atada a un rol de sumisión y dependencia del varón, además de infantilizarla (sobre todo en clases sociales altas). Claro que representa un extremo, por eso concluimos que cae en hybris: lleva la norma hasta las últimas consecuencias, aunque implique la infelicidad y la muerte propia o de quienes la rodean. En su afán de cumplir con ese ideal normativo tal como le transmitieron, y mantener limpio el nombre de su familia, siendo víctima del sistema, y debido a sus errores, arrastra en su caída e infelicidad a quienes dependen de ella, muy especialmente sus hijas. Por esto es que podemos afirmar que es víctima y victimaria.

·         MANDA PORQUE TIENE PODER, PERO NO ESTATURA MORAL. El héroe de la tragedia aristotélica, más allá de sus errores, es respetable, tiene estatura moral, y aunque comete crímenes que provocan su caída, no es malvado, de tal manera que permita al espectador empatizar con él y acompañarlo en su sufrimiento, provocando la catarsis. Pero es muy difícil sentir simpatía por Bernarda. Desde el principio, aún antes de que ingrese a escena, es presentada por Poncia como una persona cruel y tiránica (“Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara”).  Y cuando entra en escena, notamos que la presentación era veraz. Su primera intervención es radical y brusca. Llega del sepelio de su segundo marido, con sus cinco hijas y las mujeres del duelo, y maltrata a la Criada, que estaba haciendo una escena de dolor por el patrón muerto. Más allá de que la Criada fingió una pena que no sentía, cosa que Bernarda no tenía por qué saber, lo importante es la manera en que la destrata y el por qué. Lo primero que ordena es “¡Silencio!”. El silencio, en este caso, se asocia con la pretensión represiva de la protagonista, y su deseo de ocultar todo lo que le parezca poco honorable delante de los demás. “Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio para recibir al duelo. Vete. No es éste tu lugar.” La actitud despectiva, la forma en que humilla a la Criada frente a toda esa gente sólo porque trabaja para ella y por tanto la considera inferior por su clase social y dependencia, revela su carácter cruel. Finaliza ese parlamento con una apreciación discriminatoria y clasista: “Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias.” Esta afirmación contrasta con la supuesta religiosidad de Bernarda. Viene de la Iglesia, y luego entona un responso rogando por el alma del difunto, pero todo es pura apariencia, pues en ningún momento tiene comportamientos o sentimientos cristianos. Esto se nota en cada conducta y parlamento de Bernarda donde critica de manera destructiva a otras personas, les lanza indirectas ofensivas, demuestra estar pendiente como vulgar chusma de las vidas ajenas, condiciona y esclaviza a quienes la rodean, no le interesa la felicidad de sus hijas, no les demuestra amor, es egoísta y avara (cuando Poncia sugiere que podrían dar algo de la ropa del marido fallecido, Bernarda responde: “Nada. ¡Ni un botón! ¡Ni el pañuelo con que le hemos tapado la cara!”), y en su afán moralista puritano, apoya y reclama una conducta brutal y violenta contra quienes, según ella, atentan contra su código de valores (azuza a quienes quieren matar a la hija de la Librada por haber pecado, y afirma que está bien que el marido de su vecina Prudencia no haya perdonado a la hija). Si es cierto que Bernarda cree en Dios, está más cerca de la figura divina inflexible y vengativa del Antiguo Testamento con su ley del talión, que del dios paternal y compasivo que Jesús muestra en el Nuevo Testamento.

   Este tipo de conductas y discursos generan rechazo en los demás, y podemos ver que Bernarda no es una persona querida en su comunidad. La gente la respeta por temor y por conveniencia, pero no porque ella despierte simpatía o afecto. Ni las hijas parecen sentir cariño por su madre. Este aspecto del personaje difiere mucho de un héroe trágico tradicional, y lo aleja del modelo clásico. Bernarda tiene un carácter fuerte y atractivo para ser un personaje de teatro, pero no despierta nuestra compasión ni cariño, ni admiramos su estatura moral.

·         COMO HEROÍNA TRÁGICA, TIENE ANTAGONISTAS. Bernarda puede tener aliados en la obra, pero sólo lo son por conveniencia o dependencia. Como explicaba en el ítem anterior, ninguna persona en el transcurso de las acciones demuestra sentir afecto por la protagonista, y todos de alguna manera se oponen a ella. Veamos los distintos grados de oposición.

   En primer término, tenemos a sus empleadas, Poncia y la Criada. Deben obedecerla, porque están a su servicio, y su circunstancia económica las obliga a permanecer en esa casa sirviendo, tolerando conductas que en muchos casos son inaceptables. Bernarda es cruel, poco generosa y muy exigente, por esto las criadas le temen y no sienten cariño por ella. Si bien deben obedecerla, no concuerdan con sus opiniones ni decisiones. Poncia trata de evitar el conflicto entre las hermanas, pero Bernarda no la escucha, hasta que finalmente Poncia decide “lavarse las manos” y dejar que las cosas fluyan (de ahí su nombre, por Poncio Pilatos). Ellas no se le oponen en los hechos porque sienten que no pueden hacerlo, pero más allá de cumplir con sus obligaciones, no son sus aliadas.

   En segundo lugar, de manera escalonada, encontramos a cuatro de las hijas de Bernarda. La más dócil parece ser Amelia, de quien no se nos muestra ningún conflicto específico con la madre. Apenas si al principio, cuando Bernarda critica a quienes fueron a su casa a acompañar en el duelo (habla del sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas), Amelia exclama “¡Madre, no hable usted así!”. En todas sus otras intervenciones se limita a mostrar temor, mirando si viene cuando se habla de algo que cree que Bernarda considerará impropio, o comentando que si se entera su madre las castigará (“¡Si la hubiera visto madre!”, “¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo!”, “¡Ay! ¡Creí que llegaba nuestra madre!, ·”Chissss… ¡Que nos va a oír!”). Amelia tiene 27 años, pero aparece infantilizada, comportándose como una niña que cuando realiza una travesura, se esconde de su madre para que no la descubra y castigue. No discute, pero tampoco es que esté del lado de su madre ni le demuestre afecto, sino que le teme. Y muestra un oscuro sentimiento de fatalidad cuando expresa “Lo que sea de una será de todas”.

   Luego encontramos a Magdalena, quien expresa desacuerdo con su madre en varios asuntos, se queja de ser mujer, por ejemplo, por las obligaciones que Bernarda le impone (es a quien su madre reprime el llanto por la muerte de su padre, y cuando Bernarda señala que pueden ir bordando las sábanas del ajuar, le responde: “Sé que ya no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura.”, ante lo cual Bernarda sentencia “Eso tiene ser mujer”, y Magdalena expresa “Malditas sean las mujeres”), y nos enteramos que en el pasado también hubo algún desentendimiento, porque Bernarda la amenaza diciéndole “Ya no puedes ir con el cuento a tu padre”. Magdalena tiene opiniones muy distintas a las de su madre: no comparte que Pepe se case con Angustias, sino que cree que debería casarse con Adela o Amelia, critica que esa boda vaya a realizarse por interés económico y no por amor, y tiene un concepto de justicia que no concuerda con el de su madre, pero tampoco hace algo concreto para sacudirse del yugo, y de alguna manera parece resignada a que su vida no cambiará.

   Le sigue Angustias, quien si bien está de acuerdo con casarse (sobre todo porque quiere huir de su casa familiar), pretende comportarse de maneras que Bernarda censura, al punto que la castiga golpeándola con el bastón (cuando va a espiar al portón lo que dicen los hombres del duelo), o le quita violentamente el maquillaje. De algún modo Angustias se rebela contra el control materno, y le responde cuando Bernarda hace afirmaciones con las que ella no concuerda, pero su rebeldía no pasa de gestos tibios tratándose de una mujer de casi cuarenta años. Sigue dependiendo de las decisiones de su madre, y finalmente, acata lo que le ordene. En el Acto II, cuando se suscita la discusión debido a la hora en que Pepe fue visto en una de las rejas de la casa (lo vieron irse a las cuatro y media, pero Angustias asegura que él se va de su ventana a la una, lo cual sugiere al espectador que Pepe se está viendo con alguien más, concretamente con Adela), Bernarda, como en otras ocasiones, pretende silenciar y ocultar todo, diciendo “No se hable de este asunto”, pero Angustias reclama “Yo tengo derecho a enterarme”, sin embargo su madre no le da espacio a su derecho, respondiendo con dureza “Tú no tienes derecho más que a obedecer”. Y allí se termina la actitud rebelde de Angustias, quien amaga, pero no se decide a luchar verdaderamente por lo que cree correcto.

   Luego, Martirio. Este personaje es uno de los más intensos de la obra. Si bien en varios pasajes parece obedecer sin reproche, y en la concepción moral da la impresión de que opina igual que su madre, su pasión por Pepe el Romano la empuja a quebrantar reglas. Y su aparente afán moralista esconde en realidad celos y resentimiento porque Pepe no se ha fijado en ella, sino en Adela. Martirio es enfermiza y tiene la espalda encorvada, y ella misma tiene un bajo concepto de sí misma y de su belleza: “Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me ha hecho débil y fea, y los ha apartado definitivamente de mí”. Pero enseguida nos enteramos que cuando un hombre le envió una nota cortejándola (Enrique Humanes), ella lo esperó toda la noche, y ahora se enamora de Pepe el Romano, o sea que su supuesto rechazo por los hombres quizás sólo sea por inseguridad, por considerarse poco atractiva. Respecto al episodio con Enrique Humanes, nos enteramos por la misma Bernarda, que fue ella quien advirtió a ese hombre que no fuera a cortejar a Martirio, y que actuó de esta manera porque lo consideraba inferior socialmente. Lo terrible es que Martirio creyó que simplemente él se había arrepentido, y por eso no había acudido a la cita, ya que su madre jamás le dijo la verdad. Luego de esta frustración, se enamora de Pepe, pero éste vino a casarse con Angustias por su dinero, y termina enredado pasionalmente con Adela. En su frustración, se produce un incidente en el Acto II porque toma a escondidas el retrato que Angustias tiene de Pepe en su habitación y lo esconde. Bernarda le ordena a Poncia que revise todo, y al encontrarlo, Poncia dice que estaba en la cama de Martirio. Bernarda se ofusca y reacciona violentamente, golpeándola con el bastón. Pero Martirio se rebela:

“MARTIRIO (Fiera.) -¡No me pegue usted, madre!

BERNARDA -¡Todo lo que quiera!

MARTIRIO -¡Si yo la dejo! ¿Lo oye? ¡Retírese usted!

[…]

BERNARDA –Ni lágrimas te quedan en esos ojos.

MARTIRIO –No voy a llorar para darle gusto.”

   Este gesto de resistencia de Martirio tiene mucho de su madre, porque más allá de que en este caso están peleando, en el fondo Martirio demuestra cómo ha penetrado en ella el mensaje de su madre respecto al orgullo, a no mostrar debilidad y ocultar las lágrimas.

   Y si Martirio no se rebela de manera más decidida, es por sus propias inseguridades, su baja autoestima, que la conducen a no atreverse a dar pasos para conseguir lo que desea. Por tanto, el mensaje moral que le expresa a Adela (“No es ése el sitio de una mujer honrada”) es totalmente falso, ya que si ella no tiene algo con Pepe el Romano, no es porque fuese inmoral, sino porque no se atrevió a intentarlo una vez que Pepe no se fijó en ella, sino en Adela. La disputa por este hombre corre por debajo de las acciones de las hermanas, las más notorias son Angustias (prometida de Pepe), Adela (su amante) y Martirio (lo desea, pero no concreta nada).

   Viendo la intensidad de la actitud rebelde en progresión, quien sigue a Martirio es la madre de Bernarda, María Josefa. Este personaje en realidad constituye un símbolo de cómo una sociedad represiva genera desequilibrio y perturbación mental, y nos muestra que los únicos escapes son o la locura (María Josefa) o el suicidio (Adela). La madre de Bernarda es una anciana de 80 años a quien su familia margina en su propio hogar debido a su demencia. Nadie en la casa la trata con afecto, se la mantiene encerrada horas dentro de su habitación, y cuando acuden visitas a la casa, se la oculta y silencia, como si su existencia fuese una vergüenza. Los vínculos que tanto las integrantes de la familia como las criadas tienen con ella siempre parten de la violencia, física o emocional. María Josefa parece vivir en otro mundo, el mundo al que su mente perturbada la conduce, pero sin embargo, no pierde de vista la realidad de su familia, y sus conclusiones son duras pero certeras. Cada una de sus intervenciones revela desacuerdo con la manera en que su hija lleva su vida y la de sus nietas, en cada una intenta escapar, rebelándose contra la dictadura de Bernarda.

   En el Acto I, luego que las criadas informan que quería salir y se escucha su voz llamando a Bernarda, la Criada comenta: “Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar.” Este concepto es un leit motiv en cada aparición de María Josefa, y es evidente que el autor quiere apuntar a uno de los conflictos de la obra, que tiene que ver con la soltería de las hijas de Bernarda, y la ausencia de amor y sexo que padecen debido a la represión de una madre castradora. Y luego, en ese mismo Acto, después de una discusión entre Magdalena y Angustias, vuelve María Josefa a entrar a escena, y expresa lo siguiente: “Nada de lo que tengo quiero que sea para vosotras; ni mis anillos, ni mi traje negro de moaré, porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna!”. Lorca pone esas palabras en boca de la loca de la familia, pero lo paradójico es que funcionan como anticipación, y reflejan verdades. Es una forma poética que emplea el autor para comunicar su opinión sobre los personajes y los hechos. También señala: “No quiero ver a estas mujeres solteras rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón, y yo me quiero ir a mi pueblo. ¡Bernarda, yo quiero un varón para casarme y tener alegría!” En este parlamento introduce el tema de la frustración de estas mujeres por no haberse podido realizar plenamente, sugiere el resentimiento y los celos, la infelicidad, y comenta el conflicto entre las hermanas por el compromiso de Angustias con Pepe el Romano. La solución de Bernarda es exigirle silencio a su madre, y pedirle a las Criadas que la encierren. Lo que no se quiere ver se oculta, con la ilusión de que deje de existir, pero nada puede impedir que los hechos continúen su curso.

   En el Acto III tenemos otra participación de María Josefa en escena, también con ribetes simbólicos, pues aparece cargando una oveja, cantándole como a un bebé. Sin embargo, luego que le pregunta a Martirio cuándo va a tener un niño, que ella ha tenido a ése, y Martirio le dice que es una oveja, ella le responde: “Ya sé que es una oveja. Pero, ¿por qué una oveja no va a ser un niño? Mejor es tener una oveja que no tener nada. Bernarda, cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena”. Esto demuestra que la locura de este personaje tiene utilidad dramática para el autor, pues sus desvaríos denotan, en realidad, una gran agudeza de análisis de las personas, sus actitudes y sentimientos. El concepto de esterilidad, la ausencia de hijos para criar, tiene una connotación simbólica, que refleja el vacío existencial de esas mujeres que están suspendidas entre la niñez que ya no tienen, y una adultez truncada por el autoritarismo de Bernarda. Consideremos que a principios del siglo XX en España, se consideraba realización femenina el casarse, tener hijos, ser madre, y ninguna de sus nietas, según María Josefa, llegará a cumplir ese rol. Lo trágico es que si no ocurre no es quizás porque no quieran, sino porque Bernarda se los impide.

   La oposición de María Josefa a su hija se percibe en sus intentos de escapar de ese encierro y ser libre, su deseo de saltar las barreras y las normas y simplemente ser feliz, y se capta también mediante sus parlamentos, donde describe la amarga insatisfacción de sus nietas: “Cuando mi vecina tenía un niño yo le llevaba chocolate, y luego ella me lo traía a mí, y así siempre, siempre, siempre. Tú tendrás el pelo blanco, pero no vendrán las vecinas. […] Yo no quiero campo. Yo quiero casas, pero casas abiertas, y las vecinas acostadas en sus camas con sus niños chiquitos, y los hombres fuera, sentados en sus sillas. Pepe el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, porque vosotras sois granos de trigo. ¡No, granos de trigo, no! ¡Ranas sin lengua!”. Su rememoración de tiempos felices pasados, cuando era una mujer joven y tenía hijos chiquitos, al igual que sus vecinas, parece irreal en medio de la atmósfera presente de esa familia. Su deseo de que las casas estén abiertas contrasta y se opone a la determinación de Bernarda de cerrar todo por el luto, y para preservar su honor, como si la casa fuera una cárcel o un convento. Finalmente, hace mención a lo que origina el problema entre las hermanas: Pepe el Romano, deseado por todas, piedra de discordia en la familia, el catalizador del conflicto, y anticipa que traerá la destrucción con él. María Josefa representa el deseo de libertad, goce y realización de las hijas de Bernarda, oprimidas por ella.



   Finalmente, la principal antagonista de Bernarda: ADELA. Denominamos antagonista al personaje que procura evitar que el protagonista realice su objetivo, llegue a su meta. Y si hay alguien que se rebela de manera consciente y decidida contra Bernarda, es su hija menor. Adela tiene 20 años y no quiere resignarse a perder su juventud encerrada entre cuatro paredes, sólo por seguir las reglas inflexibles y sin sentido, para ella, de su madre.

   Su primer gesto de rebeldía se expone en una acción que es más simbólica que pragmática, cuando en el Acto I su madre le pide un abanico, y ella le entrega el suyo, que en una acotación el autor describe como “redondo con flores rojas y verdes”, provocando el rechazo de Bernarda, quien lo arroja al suelo y le reclama: “¿Es éste el abanico que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre.” Esta situación tiene muchas connotaciones por el simbolismo del abanico, pero lo más evidente es que Adela desea disfrutar de las flores de su juventud antes que seguir la tradición del luto que impone su madre, mostrándose por este pequeño gesto como una persona descontracturada y que no desea seguir las reglas sociales que limitan su libertad y sus intentos de ser feliz. Y si bien Adela en el inicio aparece confundida con las demás hermanas, este incidente revela que no será igual que las demás. También sugiere que no sentía por su padre un afecto profundo ni genuino. No muestra dolor ni verdadero duelo ante su muerte, y cuando llora más adelante en este mismo Acto, no lo hace por él, sino por el dolor y la ira que le provocan sentir que va a desperdiciar su juventud, y que Pepe el Romano se casará con su hermana mayor. Esto es notorio en la secuencia en que se pone el vestido verde que pensaba estrenar poco después de la muerte de su padre (pero ya no podrá, no sólo por su color sino por su objetivo festivo), se pasea ataviada con él por el gallinero, y luego dialoga con Magdalena, Amelia y Martirio. Esta situación que nos muestra aspectos de la personalidad de Adela, también anticipa el futuro transcurrir del conflicto, además de que el autor se sirve del vestido verde contrastante con los vestidos negros de las demás, como elemento diferenciador entre Adela, su madre y sus hermanas.

   Luego de los pequeños gestos (el abanico, el vestido), y de recibir la amarga noticia de que Pepe viene a cortejar a Angustias por su dinero, el discurso que proclama su desconformidad con las reglas maternas y sociales:

“MARTIRIO -¿Qué piensas, Adela?

ADELA –Pienso que este luto me ha cogido en la peor época de mi vida para pasarlo.

MAGDALENA –Ya te acostumbrarás.

ADELA (Rompiendo a llorar con ira) –No, no me acostumbraré. Yo no quiero estar encerrada. ¡No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras! ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones! ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir!”.

  En su desesperación Adela no mide sus palabras, que pueden sonar crueles para sus hermanas, sin embargo, el centro del asunto es lo que antes había manifestado Magdalena cuando dice que quien le da pena es Adela, porque es la más joven y es la que todavía tiene ilusión. Adela ve en sus hermanas el reflejo de su futuro, y no quiere someterse a ese destino de una existencia vacía y sólo pendiente de cumplir rígidas normas pensando en el qué dirán, y no en el verdadero objetivo de vivir, que es la felicidad. Quiere vivir, quiere ser libre y disfrutar de su juventud, lo cual se representa mediante la idea de salir de ese encierro, no quiere sentir que su existencia transcurre inútilmente y bajo las órdenes asfixiantes de su madre. Ese deseo de gozar de su juventud y de su cuerpo se simboliza a través de una imagen física contundente que describe la decadencia corporal de sus hermanas: “¡No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras! ¡No quiero perder mi blancura en estas habitaciones!”.

   A partir de esta instancia, Adela comienza a actuar de manera furtiva y a espaldas de su madre, viviendo un amor clandestino y prohibido con Pepe, el prometido de Angustias, su hermana mayor. Sólo Poncia y Martirio se dan cuenta de lo que está ocurriendo, y Adela se enfrenta con ambas en distintos momentos. Su pasión por Pepe es más fuerte que cualquier temor, y Adela se atreve a todo: “¡Déjame ya! ¡Durmiendo o velando, no tienes por qué meterte en lo mío! ¡Yo hago con mi cuerpo lo que me parece!” (a Martirio); “Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver si duermo. No me deja respirar. Y siempre: “¡Qué lástima de cara! ¡Qué lástima de cuerpo, que no va a ser para nadie!” ¡Y eso no! ¡Mi cuerpo será de quien yo quiera!” (a Poncia, sobre Martirio); “Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti, que eres una criada; por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca.” (a Poncia); “PONCIA -¡Tanto te gusta ese hombre! ADELA -¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente.”



   Ya en el desenlace, en la discusión con Martirio, Adela expone su pasión sin pudor, y proyecta lo que desea hacer con su vida en el futuro En primera instancia asevera: “He visto la muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, lo que me pertenecía”. En este parlamento Adela equipara pasión con vida, y soledad y represión con muerte. Como ya quedó claro, Adela quiere vivir, y para ella esto implica gozar de su juventud y de su pasión por Pepe, aunque quebrante todas las reglas de su hogar y de su comunidad. Pero además, como ya había sugerido Poncia, el autor proclama que la pasión debe ser lo que guíe las acciones de los individuos, no los acuerdos por beneficio económico. Existe una atracción natural entre Adela y Pepe, y el matrimonio con Angustias constituye, en ese sentido, una aberración. Adela se opone a su madre, sí, pero lo hace en nombre de la autenticidad de las emociones, y contra las reglas que sofocan la esencia de la vida. Arropada en esa pasión, se siente fuerte, invencible. Por este motivo es que anuncia: “Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado.” Afrontará lo que sea, el repudio de su pueblo, la estigmatización, la vergüenza, pues lo único que le importa es disfrutar del amor de Pepe. Eso nos hace entender que la fortaleza de Adela se manifiesta exclusivamente mientras se sabe en posesión del amor de ese hombre, quiere salirse del yugo de su madre, pero no para convertirse en una mujer independiente, sino que pasa a estar bajo la égida de otra persona, su amante. Por eso le dice a Martirio: “No a ti, que eres débil. A un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique.” Esta declaración altanera procede de la inmadurez de su juventud y de la pasión que nubla su raciocinio. Desafía primero a Poncia, luego a Martirio, y finalmente, como paso último y decisivo, a su madre: “¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (ADELA arrebata el bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!”. Esta acción contiene un simbolismo trascendente, y se produce en un momento de clímax de la obra. Esa noche, Martirio interceptó a Adela, y para evitar que siga viéndose con Pepe en el corral, llama a su madre a gritos. Bernarda aparece, furiosa, y cuando avanza sobre Adela, ella quiebra el bastón que representa el dominio, el poder de su madre sobre su vida, y afirma que tiene otro dueño: Pepe. Bernarda sale y le dispara con la escopeta (se escucha el sonido del disparo), y cuando entran, Martirio da a entender que Pepe había muerto (“Se acabó Pepe el Romano.”), algo que no era cierto, pero Adela le cree y se desespera, pierde la fe y su fuente de energía vital, y corre a encerrarse en  su cuarto. Primero se puede pensar que simplemente quería ocultarse para evitar la confrontación, por miedo o vergüenza, pero luego se escucha un golpe, y no responde cuando la llaman. Al entrar Poncia, grita, y sale tomándose el cuello, diciendo “¡Nunca tengamos ese fin!”, lo cual sugiere que Adela se suicidó por ahorcamiento. Y esto ocurre porque para Adela la vida sin Pepe no tiene sentido. Su fuerza, su rebeldía, su energía en la transgresión contra las reglas materno -sociales, sólo pudieron darse porque se sostenía en su pasión. Si bien el suicidio también es una transgresión al orden de esa comunidad, significaba para ella un cierre, la evasión, el no afrontar las consecuencias de sus acciones anteriores, para las cuales sólo habría tenido fuerza en caso de estar junto a Pepe.

   Adela es lo opuesto a Bernarda. Esto otorga más fuerza dramática a su antagonismo. Bernarda tiene 60 años y es una mujer autoritaria que pretende controlar todo lo que la rodea, representa el mundo adulto, lleno de reglas, donde la meta es la fama, el honor. Adela es la más joven de la familia (20 años) y representa la pasión y el deseo de libertad y de experimentar de la juventud, su actitud transgresora y desentendida de las reglas impuestas tiene como meta el placer y la felicidad. Bernarda es el orden, lo conservador; Adela es el cambio, la renovación, el abandono de las leyes inflexibles de la moral social.

  

   

 

 

domingo, 1 de agosto de 2021

ANÁLISIS DE LA CASA DE BERNARDA ALBA -PARTE 2

 ANÁLISIS DE LA CASA DE BERNARDA ALBA -parte 2





RESUMEN DE ESTUDIOS CRÍTICOS SOBRE LA OBRA DE FGL

 

García Lorca y la tragedia social
De Ignacio Elizalde
 

   Para Lorca el teatro fue siempre un medio de comunicación, un vehículo de ideas y sentimientos. En febrero de 1935, un periodista le preguntaba cuál de los dos aspectos de su personalidad le parecía dominante, el lírico o el dramático. Y le responde: “Lo dramático, sin duda. A mí me interesa más la gente que habita el paisaje que el paisaje.” Lo que le importa, lo que le obsesiona, es la realidad humana vista, oída, comunicada, más que los estilos o las teorías estéticas.

 

Lorca y su raigambre tradicional:

                                                       En lo que refiere a sus dramas rurales y sociales, García Lorca está enraizado en la tradición dramática española. En el Siglo de Oro español encontramos una serie de autores y de obras de ambiente campesino, llenos de intencionalidad social, con los que Lorca muestra coincidencias.

   Por ejemplo, tanto en “Peribáñez y el comendador de Ocaña” como en “Fuenteovejuna”, Lope de Vega nos muestra a comendadores que abusan de su poder intentando seducir a las mujeres del pueblo, mezclando amor y muerte (en ambos textos los comendadores son asesinados a manos de algún campesino vengador) con el típico tema español del honor. Es también el caso de “El alcalde de Zalamea” de Calderón, etc. Lorca comparte con estos dramaturgos el tema del amor y el honor en un ambiente rural. Y de hecho, sabemos que Lorca estaba muy familiarizado con el teatro del Siglo de Oro por sus actividades en La Barraca. Pero es con Jacinto Benavente, dramaturgo de la generación anterior a Lorca (la llamada Generación del 98) con el que muestra más semejanza.

   Lorca conserva muchos elementos de la tradición española, pero al mismo tiempo es un autor moderno. El concepto de la honra, el orgullo de la herencia limpia, la reputación sin mancha, están presentes en el fondo de esas vidas desgarradas de amor, de pasión y de venganza. Pero también enriquece esta tradición con elementos europeos. Dentro del drama rural español añade la dimensión trágica en el sentido típico del siglo XX: la lucha entre la necesidad y la libertad, entre lo deseado y lo posible, entre el impulso sexual del cuerpo y del alma. Que es desde otro punto de vista la lucha entre las necesidades de la sociedad y las del individuo. En los dramas del Siglo de Oro, el orden social se identifica con la justicia –el rey señala como justa la muerte del comendador, que era el agresor del orden social- , mientras que en Lorca es el protagonista de la tragedia quien, como individuo, no puede aceptar los dictados del orden social.

   Nadie duda del realismo de García Lorca. Pero no encontramos en él un realismo fotográfico, sino un realismo lírico, donde se trabajan caracteres verosímiles que son producto de su medio social, pero mediante un lenguaje poético que es propio del autor, no de los personajes.

   Las tragedias rurales de Lorca están construidas en torno a un carácter femenino, y el vigor de las pinceladas del dramaturgo se centra en la protagonista. Por ejemplo, Bernarda está presente con todos sus rasgos de carácter, con su voluntad de dominio, mientras que las hijas son representaciones de instintos reprimidos desde fuera. La mujer ocupa en sus tragedias rurales el centro de su problemática, como lo indican varios títulos de sus obras (“Yerma”, “La casa de Bernarda Alba”, “Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores”, “Mariana Pineda”, “La zapatera prodigiosa”). Los hombres aparecen como meros contrapuntos, simples pretextos para desarrollar la pasión femenina. En “La casa de Bernarda Alba”, por ejemplo, no aparece ningún hombre en escena: Pepe el Romano está ausente, pero siempre presente en la sangre de las hijas, como una fuerza masculina.

“La casa de Bernarda Alba”:

                                               Es la obra maestra de Lorca. Quiso darnos el drama de las mujeres de los pueblos de España, como documento fotográfico. Pero no es propiamente un documento, ni un testimonio: es una realidad estilizada que se encarna en la poesía dramática. En cierto modo, representa la visión trágica de España. El drama está escrito poco antes de la guerra civil, y los hechos trágicos que ocurren durante su desenvolvimiento anuncian los que ocurrirán en España.

   La tesis de la obra se reduce a la lucha entre el principio de autoridad y el principio de libertad, encarnado en el instinto sexual. Autoridad que se funda en una moral social negativa. Bernarda hace suya la moral del pueblo, de la que se sirve como instrumento para imponer su instinto de poder, su voluntad de dominio, incluso sobre las leyes de la naturaleza. Su instinto maternal se convierte en antimaternal, destruyendo a sus hijas. Por eso Angustias, la mayor, quiere “salir de este infierno”, casándose; Poncia, la vieja criada, dice que desea cruzar el mar y “huir de esta casa de guerra”. El hermetismo, la estrechez y el duro sistema es tal que Martirio dice que le ha tocado vivir en un rígido convento –compara a la autoridad de su madre con la tiranía de una superiora- y Adela grita: “¡Yo quiero salir!”. Su presencia se hace sentir siempre, aunque no esté en escena. Para el que no aceptaba este rígido sistema no cabía más solución que la locura (María Josefa, madre de Bernarda) o el suicidio (Adela, la hija menor, la rebelde).

   En Bernarda apenas advertimos un rasgo femenino. Madre orgullosa, egoísta, cuya actitud tal vez le vino de un fracaso amoroso, de una humillación social o de la soberbia de clase heredada. Madre sólo en lo externo, no en lo interior, dedica todas sus energías a anular la voluntad de sus hijas y de sus criadas. Quiere aparentar bondad solamente para el público, encarnación de auténtica farisea. Sus sermones son siempre para los demás, sin observar nunca sus propias faltas. Acata el mundo en que vive, pero al mismo tiempo muestra gran voluntad de dominio, y lo ejecuta de dos modos: frente a los de fuera, no dándoles de qué hablar; frente a los de la casa, sojuzgándolos. Tiraniza a sus hijas para que nadie hable de ellas, pero disfruta dominándolas. Su debilidad consiste en su incapacidad para comprender todo lo que no sea la moralidad social del pueblo, pero no sabemos si esta incomprensión es efecto de sus instintos reprimidos o de su ignorancia. Actúa como una asesina de ensueños e ilusiones, que no permite que la juventud dé sus flores, ni que se abra al amor. No reconoce otra realidad que la suya. Pero ella misma es consecuencia y fruto de un ambiente social. Lorca se ensaña en la crítica contra esta mujer, que refleja una mentalidad española.

   Sus hijas son encarnación del instinto sexual. Se diferencian por los accidentes externos de la edad, deformidad (Martirio), aceptación resignada de la realidad (Magdalena), por ser novia de Pepe (Angustias), por la rebeldía (Adela), o temor a los hombres (Amelia). Pretende mantenerlas niñas, incomunicadas y solitarias. Todas reflejan el dominio que sobre ellas ha ejercido Bernarda. Angustias, la mayor, con 39 años, no había sido nunca novia y sus relaciones con Pepe carecen de espontaneidad y pasión. Ante su próximo matrimonio siente más bien satisfacciones de orden social. Magdalena, con 30, se ha decidido a no luchar, a quedarse en su soltería. Amelia, de 26, menosprecia su ser femenino, rechaza las posibilidades de conflicto y teme al hombre. Es la más inocente y bondadosa. Martirio, la contrahecha, con 24, ha sufrido un desengaño amoroso y desconfía de los hombres, al mismo tiempo que le atraen, y quema sus últimas llamas de ilusión. Adela, la menor, encarna poéticamente las ideas de Lorca sobre el amor, que debe realizar contra todos. Amor que es fantasía y realidad, que le empuja a arriesgar su vida, aún con un hombre egoísta, desvergonzado. Desafía a su madre. Adela desea un hombre que, debido a los contratos sociales, no puede alcanzar. Al romper la vara de Bernarda expresa que rompe el sistema social, el principio de autoridad, que se rebela. Cuando cree que su amante ha muerto se suicida, porque le es imposible vivir sin ilusión.

   En cuanto a las criadas, Poncia es la que tiene mayor relieve, con las cualidades prácticas e instintivas de la mujer. Es madre trabajadora, y se sacrificó sirviendo para sostener a sus hijos. En ciertos momentos, las criadas representan el papel del gracioso, esencial en el antiguo teatro español. Revelan los detalles más secretos y ofrecen paréntesis cómicos, pero también ellas experimentan la tiranía de Bernarda. Poncia siente que toda su vida ha estado dominada por su dueña.

   María Josefa, la abuela, es un personaje simbólico. Representa la libertad de expresión, pues como está loca, dice lo que quiere. La tirana, para sofocar esta libertad, ordena: “Encerradla”. En sus frases siempre alude a las circunstancias de la casa y de las hijas de Bernarda. Es, también, la voz del destino. Al final del acto primero, la primera vez que aparece en escena, nos dice cuál será la suerte de las hijas de Bernarda: “Ninguna de vosotras se va a casar. Ninguna.” Quiere escaparse para casarse, porque “No quiero ver a estas mujeres solteras rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón”. También alude a Pepe el Romano: “Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, porque vosotras sois granos de trigo…”

   En la tragedia lorquiana se han eliminado los hombres, pero están presentes en la sangre y en las bocas de estas mujeres. Con frecuencia hablan de ellos, aunque en sentido muy negativo. Martirio dice: “¡Qué les importa la fealdad! A ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer.” Ve la naturaleza masculina como algo fijo, incapaz de cambiar. Magdalena afirma que Pepe el Romano viene a por el dinero de Angustias. Y lo peor es que es cierto. La Poncia cuenta cómo vino al pueblo una prostituta: “Yo misma le di dinero a mi hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan estas cosas.” Adela continúa: “Se les perdona todo.” Y Amelia añade: “Nacer mujer es el mayor castigo.” Confirman el reconocimiento de una doble moral y las reglas cerradas e impuestas por la sociedad. La mujer no crea la moral, pero la vive con más intensidad y fidelidad que el hombre. Bernarda sacrifica a sus hijas a una moral que no ha creado, pero en la que cree y en la que participa como agente y víctima. La moral del pueblo es una moral racionalizada hecha de preceptos negativos. A Bernarda se le critica por su dureza. El coro de las enlutadas dirá pestes contra ella. Pero ninguna de ellas es más blanda. La caridad brilla por su ausencia en toda la obra, el pueblo donde viven es como una silenciosa batalla en la que todos son enemigos de todos. Pero en la obra de Lorca no hay ninguna figura social, como en el caso de Lope (donde el Rey juzga y es figura referente), que juzgue imparcialmente las conductas. Y sin embargo, Adela conoce el castigo que le espera a quien se enfrenta al orden y la moral social, como conocía el código de honor de la mujer deshonrada: limpiar su deshonra o morir.

   Mediante el actuar y decir de las hijas de Bernarda, Lorca plantea la idea del cuerpo (soma) como fuerza poderosa. No se habla de personas, sino de cuerpos. “Yo hago de mi cuerpo lo que me parece”, dice Adela. Para ella carece de sentido el código moral y social, dándole primacía al cuerpo en su jerarquía de valores. Proclama su libertad como derecho a usar su cuerpo como le plazca. Un cuerpo que, en este caso, expresa deseo sexual. La Poncia le recomienda que espere a que Angustias se muera, que respete la tradición, pero Adela no nació para esperar, no puede hacerlo. El caballo aparece como leit motiv representativo del instinto sexual, animal, del cuerpo: el garañón da coces contra el muro, anhelando la hembra. Adela y Pepe, más que amarse, se apetecen y gozan.

   También desde el punto de vista social, se observa en la obra un marcado clasismo. Bernarda mantiene a sus hijas incomunicadas con los hombres porque “No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase.” Cuando Adela se lamenta de que no puede salir al campo libremente como los jóvenes segadores, Magdalena le dice: “Cada clase tiene que hacer lo suyo.” La clase social de Bernarda, la de los propietarios, está preocupada por mostrar superioridad, ambición de clase basada en la riqueza y en la reputación. Este principio convierte a la casa en prisión. La otra clase, la de los asalariados, la de los que sirven o mendigan, “son de otra sustancia”, afirma Bernarda, y no podrán entrar en el juego, pero tienen una ventaja: no pagarán sus pecados con el mismo rigor. La madre de Poncia fue prostituta, y no hubo grandes consecuencias para la hija. Poncia advierte que la declaración amorosa varía según la clase social, comparando a Pepe con su esposo.

   El luto por la muerte de un ser querido sigue los rigores de la tradición. Dice Bernarda a sus hijas: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haced de cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo.” Adela se rebela y declarará: “Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle.” Reconoce que el luto le ha tocado en la peor época de su vida. Hasta hace algunos años el luto se guardaba en los pueblos españoles de una manera inhumana.

   Al final, el instinto sexual de Adela ha triunfado sobre la inflexible construcción de poder y autoridad de Bernarda. La obra termina con una doble derrota. La voluntad de dominio en ese mundo doméstico que fue tan dura se ha roto. Su última orden es una gran mentira: “La hija menor de Bernarda Alba ha muerto virgen.” Por eso caerá también la reputación, el qué dirán, la apariencia que con tanto rigor cuidó Bernarda y que constituía la parte esencial de su moral, pues ni Pepe ni la Poncia se callarán, aunque ella pretenda ignorar la realidad, acostumbrada a hacerlo y a imponer su voluntad. Este final posee la grandeza de la culminación de un drama a la vez individual y social.




  

 El discurso fémino –céntrico en las tragedias de FGL
De Elvira Pirraglia

 

   La perspectiva feminista en las tragedias de Lorca constituye un elemento peculiar de su estética y de su ideología. Lo femenino de sus dramas sirve de trampolín para configurar el ansia de fijar la identidad y buscar la expresión de la mujer, pero también para ofrecernos los metacomentarios lorquianos sobre su propia marginalidad por ser homosexual. Tanto en Bodas de sangre como en La casa de Bernarda Alba o en Yerma, el dramaturgo cuestiona toda la ideología burguesa. Lorca estudia críticamente la vida de un pueblo: el aspecto moral llevado al extremo, la perversión y el abuso sociomoral: desenmascara la hipocresía de los que carecen de valores originales. Una de las constantes en su obra teatral es el conflicto entre autoridad e individualidad, ley natural y ley social, y también entre el yo y el ello, puesto que es capaz de plasmar los problemas más hondos de la mente.

   Según Federico García Lorca, la mujer personifica a la vida y la fecundidad, aunque también lleve en sí la semilla de la muerte. En su teatro, las protagonistas de sus mayores obras son mujeres, exponentes de un mundo creado por el hombre. Esto facilita una reivindicación de la mujer, a la vez que permite poner de relieve parámetros distintivos del discurso femenino.

   Para entender a estas mujeres debemos realizar un análisis que incluya consideraciones como la económica, la relación de la mujer con el hombre, los efectos de cambios sociopolíticos sobre la condición de mujer como individuo, las implicaciones del estereotipo mujer –esposa y las limitaciones impuestas a su autonomía.

   Casi todos los personajes femeninos de Lorca, incluso los que aparecen más convencionalmente femeninos, presentan una carencia que su código femenino declararía fundamental. En ese sentido, el autor sustituye los códigos de los géneros definidos por un código ambiguo.

   Uno de los ejemplos de desplazamiento de las leyes del código convencional se ofrece a través de Bernarda Alba. Al comienzo de la obra Bernarda es caracterizada como madre, hija y esposa (las tradicionales funciones asignadas a la mujer). Pero a lo largo del drama estas funciones son desplazadas: la madre posee toda la autoridad; el marido murió sin dejar otro recuerdo que el luto; las hijas rebeldes adquieren condición de enemigas. Así va surgiendo una nueva Bernarda, capaz de comportarse igual que el hombre, ejerciendo exclusivamente ella la autoridad. Bernarda domina y actúa masculinamente; es el individuo que ejerce no ya como dominado sino como dominante. De ello se deduce que en la práctica, por encima de los anhelos ideales, la psique se concreta en una androginia psicológica, en una fluctuación entre el papel masculino y femenino. En el teatro convencional la función de mando le corresponde al padre –marido y se ejercía sobre todo en la represión verbal, haciendo que toda angustia en la mujer se expresase solamente a través de llantos y gestos.

   Las funciones femeninas se desplazan a causa de una cierta ambigüedad que afecta mayormente a las hijas de Bernarda. Ellas no muestran amor por la madre, sino más bien una infeliz sumisión. Poncia describe a Bernarda como una mujer que emplea, con absoluta rigidez, el código sociomoral; una mujer cuya razón es el odio y la represión que impone a los otros. La segunda función femenina, la materna, también se desvirtúa a lo largo de la obra, no sólo porque Bernarda parece incapaz de demostrar afecto maternal, sino también porque Magdalena, Amelia y Martirio, en diálogo con Poncia, afirman que no desean tener hijos. En la función conyugal se sustituye el amor por la lujuria, las revelaciones de Adela y Martirio lo señalan, cuando discuten por Pepe el Romano.

   La simpatía de Lorca por la mujer, víctima del hombre, puede enraizarse en la oposición al orden social –sexual dominante, ese orden que margina a quienes se alejan del matrimonio o de la donjuanía. El drama lorquiano laboraba contra los modelos tradicionales: la identidad, los personajes identificables, el escenario –casa y lo que contribuía a una tradición familiar. Al autor le urge ofrecer una nueva concepción teatral que sirva al único fin que lo legitima: la regeneración de la sociedad, darle la palabra a los que agonizan, a los que sufren en silencio, a los que no osan mostrarse como son; ese es el conflicto social de sus obras. Es una actitud libertaria, donde lo íntimo conlleva la problemática social, en denuncia de las fuerzas represoras, de la máscara a nivel íntimo o social.

   Así, el dramaturgo ataca la sociedad patriarcal de la que él fue víctima. En La casa de Bernarda Alba, por ejemplo, Adela siente una irresistible atracción por Pepe el Romano, y se rebela contra las normas morales, ilustrando la actitud libertaria de Lorca. La represión violenta del instinto sexual de la mujer constituye un tema central en esta obra, y esa pasión es lo que proporciona la tensión que enloquece a las hijas, a las que Bernarda denomina “cinco potras” (para Bernarda son potras porque procuran quebrar la barrera racional impositiva de su yo; el término “potras” apela a la base animal, y por tanto, difícilmente racionalizable, del fondo inconsciente). Bernarda representa la imagen sacra de la rectitud y el orden, garante de la norma moral y perseguidora implacable de las desviaciones, es la encarnación de la instancia psíquica que sojuzga los instintos. Ella es la conciencia moral que castiga, rigurosa, el libre juego de los instintos de sus hijas, especialmente el de Adela. En términos freudianos, Bernarda es el super –yo, proyección de la figura censora del padre que corrige la transgresión erótica juzgada íntimamente culpable. Adela, al ser amante de Pepe, propone una liberación por parte de la mujer; liberación anhelada y deseos de romper con el agobiante mundo tradicionalista, represor e inquisidor. La descripción física de los hombres como objetos de apetencia sexual, es sumamente explícita.

   La situación básica de conflicto se da entre los principios de autoridad y de libertad, que constituye el gran tema del teatro de Federico García Lorca. Las siguientes palabras de Adela ilustran esta afirmación: “¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata el bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!”.

   En la visión tradicional de la época, la más mínima señal de desobediencia y falta de resignación frente a estructuras sociales y económicas por parte de la mujer, la saca de su posición privilegiada y la convierte en antagonista.  El deseo sexual es esencialmente igual en la mujer y en el hombre, pero si la mujer de la época osaba exponer sus pasiones, inmediatamente se la degradaba porque esa sociedad machista, pequeñoburguesa y provinciana así lo dictaba. El discurso de Bernarda ilustra la exageración del férreo código moral de la sociedad en la que vive: “Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón.” El machismo extremo es el signo más sobresaliente del referente cultural al que Lorca enfrenta en sus tragedias.

   La realidad degradada de la existencia se destaca por la cosificación de la mujer y la reducción del hombre a su dimensión puramente fisiológica. La trilogía dramática de Lorca no es solamente una acusación del mundo masculino, sino también un aliento a la capacidad de las mismas mujeres para desarticular la ideología patriarcal.

   El dramaturgo, en una entrevista fechada en 1935, habló de su obra en los siguientes términos: “Se trata de la línea trágica de nuestra vida social: las españolas que se quedaban solteras. […] Recojo toda la tragedia de la cursilería española y provinciana […] que es de un hondo dramatismo social, porque refleja lo que era la clase media.” El poeta, sensible al drama de la mujer, testimonia su marginalización a causa de los prejuicios sexuales, y por esto, trata de valorizarla en su obra.

   Tanto en Bodas de sangre, como en Yerma y en La casa de Bernarda Alba, la mujer ya no se presenta como la dócil y sumisa “esclava”, ya no posee ese espíritu servil y de sacrificio. Tanto la Novia, como Yerma y Adela, son mujeres que no inhiben la manifestación de su erotismo, estas mujeres lorquianas revelan una cierta emancipación. Lorca apunta al conflicto entre razón y deseo sexual. Su discurso es de protesta y vindicación de derechos minoritarios. El poeta siente su propia frustración espiritual a causa de ese mundo provincia que logra trastornar al ser humano, y confía en el teatro para modificar ciertas conductas sociales: “El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país […] Un teatro sensible y bien orientado puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo.”

 

 

(FEDERICO GARCÍA LORCA Y MARGARITA XIRGU)

Federico García Lorca y el canon internacional
De María Francisca Vilches de Frutos

 

Una vocación teatral: Una revisión de las ediciones de textos teatrales y ensayos críticos publicados en los últimos años, y de las programaciones de los principales escenarios mundiales pone de manifiesto la importancia de la obra dramática de Federico García Lorca. Es uno de los principales representantes del canon internacional, y se ha convertido en fuente de inspiración para otros creadores escénicos.

   El interés de Federico por la cuestión teatral fue notorio. Desde 1920, fecha de la puesta en escena en un teatro madrileño de “El maleficio de la mariposa” (comedia en 3 cuadros, en verso), hasta su fallecimiento en 1936, accedieron a los escenarios nueve de sus creaciones dramáticas, y además, dejó terminadas otras obras teatrales que fueron representadas póstumamente, entre ellas “La casa de Bernarda Alba”, en 1945. Y dejó inconclusos unos cuantos proyectos teatrales.

   También desde su juventud dirigió, no sólo sus propias obras, sino también la puesta en escena de clásicos durante su participación en el grupo estatal de “La Barraca”.

   Todos estos elementos permiten equiparar su trayectoria a la de otros grandes creadores dramáticos del siglo XX.

 

El teatro de F. G. L. entre la tradición y la vanguardia: Parte de la popularidad alcanzada por Federico se debe a su original recreación del mundo andaluz, así como la relevancia que en el extranjero tuvo su trágico final. Pero lo más influyente ha sido su capacidad para aunar tradición y  vanguardia a través de un teatro poético de índole personal. Sus textos muestran a un autor en constante experimentación con géneros, temas y personajes de la tradición teatral, a los que filtró por el tamiz de modernas técnicas expresivas, deudoras de la vanguardia teatral del momento.

   Quizás donde mejor se perciba el entronque con la tradición literaria sea en su utilización de uno de sus principales vehículos, los géneros: la comedia, la tragedia, la farsa. Pero como todo gran renovador de la escena, Federico experimentó con ellos y fusionó aspectos de unos y de otros, trascendiendo los límites teatrales y adaptando elementos de la tradición lírica y narrativa, como poemas, romances, leyendas, etc. Ofreció uno de los mejores exponentes de la tradición del drama rural con “La casa de Bernarda Alba”, aprovechó las posibilidades del drama histórico en “Mariana Pineda”, basada en un romance popular, trabajó el teatro simbólico con “Yerma”, etc.

   Abordó con sensibilidad algunos temas clásicos de la literatura universal: la percepción del amor como algo inasequible; la dialéctica entre eros y thanatos; la defensa de la identidad y de la libertad frente a las convenciones sociales; el rechazo a la envidia y la maledicencia; las graves consecuencias de la ambición humana. Todo el teatro lorquiano es un canto al amor imposible, fugaz, prohibido, incapaz de concretarse en una realidad tangible sin que conlleve la muerte o la renuncia a la propia identidad. Es un tema que en su obra se asocia a la defensa de la propia individualidad, a una militancia casi ciega por la libertad, como condiciones sustanciales del ser humano.

   Quizás sus textos más representativos sean aquellos en los que reflexiona sobre la tragedia del amor prohibido en el medio rural de la Andalucía de comienzos de siglo. García Lorca defiende la fuerza de los instintos amorosos por encima de los criterios de la razón, y las decisiones personales de los individuos frente a las convenciones sociales, a pesar del trágico fin que puedan acarrear.

   Pocos escritores han logrado transmitir como él la modernidad de algunos de los arquetipos de la tradición literaria clásica y popular. En La casa de Bernarda Alba, Bernarda es el símbolo del poder represivo matriarcal, así como en otras obras, Yerma es paradigma de la maternidad frustrada, o Mariana Pineda, símbolo de la libertad.

   Muchos de sus personajes aparecen nominados genéricamente y caracterizados por sus rasgos dominantes, sus oficios o su situación social, y presentan un alto componente simbólico: la criada, las mujeres vestidas de negro, la muchacha, los segadores, etc. Constituyen un amplio espectro, y en muchos casos remiten a la tradición grecolatina de los coros.

Es la concreción escénica de estos temas, personajes y géneros lo que convierte a Federico García Lorca en baluarte del teatro más vanguardista de su época. En sus textos se aprecian aspectos relevantes como la potenciación de la percepción sensorial por encima de la racional, la ruptura de los límites entre la realidad y la ficción, o la defensa de la sencillez y estilización como instrumentos de acercamiento a los espectadores. Fueron estos intereses los que lo llevaron,  influído seguramente por su estancia en New York, a la valoración del ritmo, al uso de recursos cromáticos por su connotación simbólica y estilizadora, al empleo de la luz y el sonido para crear espacios psicológicos alejados de la razón, y a la introducción de técnicas de distanciamiento mediante elementos recurrentes o potenciación de la gestualidad de los actores.

   La importancia que le da a la percepción sensorial se aprecia en la atención que dedicó a los elementos cromáticos en el decorado y el vestuario, los cuales permiten al espectador adentrarse en la fuerza connotativa del mundo sensorial lorquiano. Federico trabajó constantemente con las sugerencias simbólicas de los colores. En sus textos utilizó el verde como símbolo de la vida y de la libertad, y paradójicamente, también de la muerte (por ejemplo, el vestido verde que quería ponerse Adela en “La casa de Bernarda Alba”); empleó, además del negro, el blanco y el azul asociados a aspectos relacionados con la muerte; indagó en las posibilidades expresivas del rojo para representar el amor pasional, sin contención, de la sangre que precede a la muerte, claro símbolo de la unión de eros y thanatos.

   Federico insistió en la necesidad de que las obras se ajustasen a un ritmo dramático. Esto fue corroborado por el escenógrafo José Caballero, quien comentó a un diario: “Él quería que su obra funcionara con la misma precisión de un mecanismo de relojería, sin un solo fallo.” Esto explica la importancia otorgada a la música y la coreografía en sus piezas teatrales.

 

Federico García Lorca, hombre de su tiempo: Federico alcanzó su madurez literaria en uno de los períodos históricos en los que mayor ha sido la influencia de lo sociopolítico en las artes y la literatura: los años vinculados a la Guerra Civil y a la proclamación de la República en sustitución de la Monarquía. Fueron numerosos los intelectuales que por esas fechas comenzaron a manifestar su preocupación por las profundas transformaciones que se estaban produciendo en el tejido social y a defender la necesidad de comprometerse como creadores con estos cambios con el objetivo de acceder a una sociedad más justa. La postura creativa de García Lorca se halla alejada del realismo social defendido por un importante sector de la intelectualidad española, pero no del compromiso social. No resulta viable el punto de vista sostenido por algunos críticos que tildaron a Federico de apolítico por su negativa a militar en algún partido político, o que han atribuído su muerte a problemas de enemistad personal (por un tema de disputas internas entre falangistas). Como ha apuntado Christopher Maurer: “Lorca sería, desde 1929, por lo menos, un colaborador activo en el nacimiento de una España nueva. Sin inscribirse jamás en ningún partido político, deja constancia en manifiestos, entrevistas y otras declaraciones públicas, de su fe en la República, su antifascismo y su solidaridad con las masas obreras.”

   En 1931, García Lorca comenzó a colaborar con los dirigentes republicanos en una importante iniciativa de renovación de la escena que constituiría el primer intento de promoción de un Teatro Nacional en España. Así, pocos días antes de la navidad de 1932, en el Paraninfo de la Universidad Central, realizó su presentación La Barraca, una agrupación teatral fundada por Federico García Lorca y Eduardo Ugarte con el propósito de desarrollar nuevas vías de gestión, al margen de la empresa privada, para atraer a otros públicos a la escena.   En su “Charla sobre teatro”, el 14 de agosto de 1934, defendió un modelo de teatro público y se decantó por un teatro de acción social que fuera el soporte de la cultura y educación de un país. En 1935, en una lectura de versos para los Ateneos Obreros realizada en el teatro Barcelona, fue aclamado como “poeta del pueblo”. En una carta dirigida a sus padres, les cuenta: “cuando leí el Romance de la Guardia Civil se puso de pie todo el teatro gritando ¡Viva el poeta del pueblo! Después, tuve que resistir más de hora y media un desfile de gentes dándome la mano, viejas obreras, mecánicos, niños, estudiantes, menestrales. Es el acto más hermoso que yo he tenido en mi vida.” Y fue él quien leyó el Manifiesto de los escritores españoles contra el fascismo, entre otras acciones públicas que lo ubican claramente en el bando republicano.

   Federico cree en la idoneidad del teatro como vehículo de acercamiento al pueblo, y manifiesta que “El teatro ha de recoger el drama total de la vida actual.” No debe extrañarnos, pues, la creación de los textos pertenecientes a la trilogía rural andaluza, donde ofreció una clara defensa de la libertad frente a la autoridad, pero también denunció algunos problemas graves del momento: las desigualdades entre clases sociales, el atraso del mundo rural y sus consecuencias en uno de sus colectivos más desprotegidos: las mujeres. El análisis de “La casa de Bernarda Alba” (1936), la última obra que escribió antes de ser asesinado, facilitará la comprensión de este proceso.

 

“La casa de Bernarda Alba”, un nuevo concepto de vanguardia: La obra refleja el ambiente oscurantista y las relaciones de servidumbre de un pueblo andaluz en el período anterior a la proclamación de la República. Uno de los aspectos que confieren actualidad a la obra es la concreción del conflicto en un mundo femenino. El autor conocía muy bien esta situación, ya que su niñez y juventud transcurrieron en Fuente Vaqueros, y aún cuando ya su familia se había instalado en Granada, siguió pasando allí sus vacaciones.

      Sin embargo, su planteamiento no sigue los cauces expresivos del realismo social. La configuración de temas, situaciones y personajes se realiza desde una perspectiva literaturizada que recrea elementos del teatro griego clásico y del drama áureo español, tratados a través del tamiz de técnicas expresivas vanguardistas.

   Es en la defensa de la libertad frente a la autoridad donde radica parte de la modernidad de la obra. Comentó Ricardo Doménech sobre la primera representación de la obra en Madrid, en 1964: “Lo que García Lorca nos presenta en escena es un problema de libertad o, por mejor decir, de ausencia de libertad, y ello mediante esta colisión entre el mundo de Bernarda –que es una sociedad petrificada, rígida, inflexible- y el mundo de Adela.” Y Ruiz Ramón destaca que: “el universo dramático de Lorca, como totalidad y en cada una de sus piezas está estructurado sobre una sola situación básica, resultante del enfrentamiento conflictivo de dos series de fuerzas que podemos designar principio de autoridad y principio de libertad. Cada uno de estos principios básicos de la dramaturgia lorquiana, cualquiera que sea su encarnación dramática –orden, tradición, realidad, colectividad de un lado, frente a instinto, deseo, imaginación, individualidad de otro- son siempre los dos polos fundamentales de su estructura dramática.”

   Pero también puede hallarse lo tradicional en su teatro, conectando con la veta neo popularista de los miembros de la Generación del 27. En la obra aparecen expresiones y refranes de carácter popular que permiten situar la acción en un ámbito rural y evidencian su conocimiento del folklore español: “gori-gori”, “lengua de cuchillo”, “mal dolor de clavo le pinche en los ojos”, “se te subirán al tejado”, “cae el sol como plomo”, “más vale onza en el arca que ojos negros en la cara”, “la sal derramada trae mala sombra”, etc. Sin embargo, como ha señalado Rodríguez Adrados: “Este teatro poético maneja un lenguaje literario, está muy lejos del costumbrismo, del dialecto popular y del folklore: universaliza elementos que pueden ser locales en el origen, pero que son en realidad simplemente humanos. Sigue y maneja modelos literarios, de los griegos a los clásicos españoles (Lope, Calderón) e ingleses (Shakespeare) y a los españoles modernos (Marquina, Valle-Inclán, Benavente)”.

   Dos de sus temas  principales, la defensa de la libertad frente a la autoridad, y la inexorabilidad del destino, entroncan con la tradición griega (la “Ifigenia” de Eurípides y la “Antígona” de Sófocles, por ejemplo).

   Federico defiende la primacía de los instintos amorosos sobre los criterios de la razón,  las opciones personales frente a las convenciones sociales, a pesar del trágico fin que provocan. Los imperativos morales tradicionales actúan con la misma fuerza que los hados que guían la acción de los personajes clásicos. Es en esta búsqueda de la libertad donde radica la tragedia protagonizada por las mujeres lorquianas, quienes queriendo huir de su destino de sometidas, acuden a la llamada poderosa de fuerzas ciegas que las hunden en la tragedia y en la muerte. El desafío de Adela, la hija menor de Bernarda, implica no sólo su muerte, sino la aniquilación de cualquier deseo para el resto de la familia: “¡A callar he dicho! (A otra hija) ¡Las lágrimas cuando estés sola! ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto!”.

   El tratamiento del tema de la defensa de la libertad frente a las convenciones sociales asociado a la mujer, no puede entenderse en toda su dimensión sin relacionarlo con la recreación personal de Federico de un componente esencial del drama español de los siglos XVI y XVII: el honor. El autor convierte el tema de la honra en un instrumento para modernizar la tragedia clásica, pero son los personajes femeninos, sus víctimas más directas (“Nacer mujer es el mayor castigo”, dirá Amelia), los que le permiten llevar adelante esta nueva perspectiva. No puede entenderse su teatro sin considerar su irónica actitud hacia el tema de la honra, fruto de la dialéctica establecida entre el honor y el amor, piedra angular de sus tragedias. La mujer ocupa un lugar preferente en su universo dramático, víctimas casi siempre de los convencionalismos sociales o los intereses económicos que colisionan con sus deseos más íntimos, pero también son mujeres, incapaces de sustraerse a su trágico destino, las que actúan como eficaces medios de coacción contra otras.

      Bernarda representa a tantas mujeres de clase acomodada que, como resultado de una educación conservadora, se convierten en salvaguardas de los valores patriarcales. Por eso, cuando habla de su casa, se refiere a “esta casa levantada por mi padre”. Autoritaria hasta la crueldad, interesada, religiosa, constituye la expresión histórica de unos intereses económicos, en función de los cuales se establecieron los conceptos de religión, familia, sexualidad, libertad. Exponente del clasismo arraigado en la sociedad española de la época (“Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de otra sustancia”, expresará Bernarda duramente), el sentido de su existencia se urde en relación con la imagen que proyecte hacia los demás, aunque sea a costa de ocultar sucesos y sentimientos (“Yo no me meto en los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar”). Dispuesta a mantener a su familia dentro de los límites fijados por una moral que rechaza la satisfacción de los instintos frente a las obligaciones impuestas por el matrimonio o la viudedad, protagoniza agrios enfrentamientos con su hija menor, Adela, y con su madre, María Josefa, paradigmas de dos momentos clave en la vida del ser humano, la juventud y la vejez.

   La asunción por su parte de los códigos sociales imperantes es tal que llega a subvertir la naturaleza humana, al acallar su dolor ante la muerte de su propia hija. Tanto sus palabras finales que llaman al silencio como sus declaraciones iniciales –“¡En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle! Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo”- recuerdan los discursos en defensa del honor del teatro clásico español. Por ello no debe sorprender que en su caracterización se mezclen elementos masculinos y femeninos. Sin embargo, conviene apuntar que la actitud cruel de Bernarda, carente de ternura y compasión, también se vislumbra en sus hijas: todas envidian la suerte de Angustias, Martirio se enfrenta con Adela, la única que expresa dolor por la muerte de su padre es Magdalena, ninguna manifiesta cariño por su madre, etc.

  

      Por otra parte, Bernarda es otra víctima de la contradicción entre las convenciones sociales y la fuerza de los instintos, del poder inexorable del destino, contra el que se lucha en vano. Al señalar dos posibles vías de acción ante el rol social imperante, la rebelión y la evasión, podríamos ubicar a Bernarda en este último grupo, junto a María Josefa. Si por una parte la protagonista parece defender el papel secundario reservado a la condición femenina –“Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón.”-, por otra, su conducta revela una asimilación mimética que le lleva a adoptar una postura masculina de mando. A pesar de esto, su autoridad sufre una merma paulatina. Las mujeres se van rebelando contra ella. Primero Poncia y María Josefa; después sus hijas, en especial Adela, que llega a romper el bastón “de mando” de su madre.

   Adela, además de representar la rebeldía contra el sistema, obedece a sus instintos elementales básicos, la satisfacción de la sexualidad: “No por encima de ti, que eres una criada; por encima de mi madre saltaría para apagarme ese fuego que tengo levantado por piernas y boca”. No será la única: sus hermanas envidian la suerte de Angustias, por su futuro matrimonio con Pepe el Romano. Este aspecto es el que más pesó en la censura en los intentos de representación durante el período franquista, esa tendencia a abordar la sexualidad femenina de manera obsesionante. Palabras como éstas de Adela –“Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la corona de espinas que tienen las queridas de algún hombre casado”- debieron escandalizar a mucha gente en esos tiempos.

   El contrapunto de Bernarda es Poncia, víctima, como la anterior, de un destino asignado desde su nacimiento, pero en su caso, dentro de una clase social sin recursos, contra el que se yergue, rodeada de cierta aureola indómita. Es quien pronuncia las palabras más duras sobre Bernarda: “Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara.” Al crearla, Federico sigue una de las costumbres del teatro clásico respecto a la aparición de criados.

 

La estilización por medio del símbolo: En la obra se aprecia la intención de ajustarse a las pautas del drama rural, un género tradicional en España, pero con algunas transformaciones por la visión creativa del escritor. El código realista se ve trascendido gracias a la capacidad connotativa del lenguaje simbólico utilizado, conectándose con los movimientos de renovación vanguardista de la época.

   Ya se ha mencionado la condición arquetípica del personaje de Bernarda, pero convendría aludir también a la configuración simbólica de otros. Todos son mujeres, vestidas de negro. Las edades de Adela (20), Angustias (casi 40), Bernarda (60) y María Josefa (80) señalan cuatro momentos relevantes en la vida del ser humano. Varias de ellas se presentan con denominaciones genéricas (Criada, Mendiga, Muchacha, etc).

   No hay que obviar la condición cristológica del personaje de Adela. La similitud entre Cristo y Adela se percibe ya desde que se imagina a sí misma coronada por espinas, y a medida que transcurre la acción va ahondándose su soledad frente al destino: “Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad”. En torno a ella, otros personajes advierten al espectador sobre lo que sucederá: María Josefa, que contiene los nombres de los padres de Cristo, se presenta llevando una oveja mientras los amantes se hallan juntos, lo cual puede explicarse como una alegoría de la situación de Adela. Por otro lado Poncia, que lleva el nombre de Pilatos, muestra como él pasividad ante el sacrificio al abstenerse de intervenir en el proceso: “Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya me asustan demasiado.” En el nombre de Pepe el Romano hay una mención simbólica a la Roma imperial, personaje que constituye una de las presencias más poderosas de la acción, a pesar de su falta de concreción física. Existe una similitud entre bajar el cuerpo de Jesús de la cruz, con la orden de Bernarda de descolgar el cuerpo de Adela.

   La recurrencia a lo simbólico se manifiesta también en los símbolos de configuración animalista, vegetal y cósmica. La presencia de animales intensifica determinados rasgos de los personajes o de la acción que realizan. La asociación de Pepe el Romano a lo equino es frecuente: viene montado en jaca, precedido por el sonido en off de sus pasos; luego es materializado a través de un blanco garañón que golpea los muros. La aparente sumisión de Poncia se representa a través del perro: “Pero yo soy buena perra: ladro cuando me lo dice y muerdo los talones de los que piden limosna cuando ella me azuza”. Pepe el Romano también es identificado con un león: “Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león”. María Josefa dice que Bernarda tiene cara de leoparda, y Magdalena cara de hiena.

   Los símbolos de carácter vegetal se sustentan en la analogía esencial Madre –Tierra, desde la identificación de los segadores con el árbol y el trigo, hasta la de lo femenino con las flores (“el segador pide rosas / para adornar su sombrero”). Hay también referencias al agua en sus distintos estados, simbolizando la libertad o el contacto con la naturaleza. En determinados casos sirve para aumentar la sensación claustrofóbica de los protagonistas: Magdalena se levanta de madrugada a refrescarse; Martirio expresa su deseo de que lleguen las lluvias; Adela manifiesta una y otra vez su sed. El mar es mencionado más de una vez, como espacio de paz, o símbolo de futuro y vida.

   La casa representa el mantenimiento del orden frente a un espacio externo, símbolo de las fuerzas que pugnan por actuar en su contra. La existencia de lugares, acciones o personajes fuera de este recinto se conoce por alusión. Tanto el corral contiguo donde se realizan algunos encuentros, como las calles colindantes son espacios simbólicos sin concreción escénica. Las ventanas representan la transgresión femenina. La iluminación exigida por el autor confirma su concepción psicologista.

      El uso del cromatismo también es significante. Prima el blanco, un color ligado a la pureza, pero también a la muerte. El contraste entre la tonalidad de las paredes y el atuendo negro de las mujeres amplifica el conflicto, confiere al recinto un aire de iglesia, donde parece estar oficiándose un ritual de muerte. Constituye, además, un guiño al arte cinematográfico. La oposición entre estos dos colores se rompe al entrar en juego el verde. Para Adela, su vestido verde representa el umbral hacia la libertad: “¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle! ¡Yo quiero salir!”. Por eso Bernarda rechaza el abanico con flores rojas y verdes que le ofrece, y pide uno negro.

   Otros códigos simbólicos son los de carácter acústico. La obra se inicia con el doblar de campanas, premonición de la tragedia que va a acontecer, y con una letanía entonada por Bernarda y sus vecinas en la que se combinan fragmentos de un texto previo, tradicional, con versos inventados por el autor, vinculados con el contexto. Más adelante, el canto de los segadores remite a una existencia externa, a un recinto de libertad en contraste con el ambiente asfixiante de la casa; representa el deseo frente a la razón. Recordemos también los ladridos de los perros y los golpes del caballo excitado por la cercanía de las potras, símbolo de la fuerza de la pasión. Otros elementos transgresores son por ejemplo los silbidos de Pepe el Romano, las voces exteriores, los gritos de quienes persiguen a la hija de la Librada, etc.

      Varios críticos han llamado la atención sobre la significación del silencio en la obra, que presagia la tragedia, y a veces funciona como elemento de contraste. Como señal anuncia una serie de temas dispuestos en torno a un mismo centro –la muerte-. El diálogo se ve siempre truncado e incompleto, y el silencio es una máscara, no un vacío. Bernarda ingresa a la obra pidiendo silencio, y la finaliza del mismo modo.